Tras una victoria muy apretada, Barack Obama ha vuelto a dar ejemplo de su enorme instinto político tratando de levantar el ánimo de losnorteamericanos al asegurar que “lo mejor está por llegar”.
Es una promesa arriesgada, porque el conjunto de problemas, políticos y
económicos, a los que se enfrenta el reelegido presidente no es nada
menor, pero un político tiene obligación de mirar lejos y ha de asegurar
que su presidencia no se limitará a ir tirando. Esto se cree, al menos,
en los Estados Unidos. Aquí, tras una larga serie de falsos avisos de
recuperación económica nadie se atreve a prometer nada atrevido, y eso
contribuye a que los ánimos estén realmente encogidos.
En consecuencia,
padecemos una política gallinácea y defensiva, y parece que todo se reduce a esperar que algún milagro nos saque del atolladero en que andamos metidos.
Tal
ausencia absoluta de grandeza política amenaza con convertirse en uno
de los caracteres de la democracia española, puesto que, tras la
desastrosa experiencia del zapaterismo, que nos curó a base de
espanto del pecado de ilusión, nadie parece atreverse a prometer nada
que merezca la pena. Esta falta de ambición es un caldo de cultivo para
que se trate de colocar mercancías muy averiadas.
Sólo en una atmósfera
alicorta y timorata se comprende que Artur Mas se haya soltado el
pelo prometiendo cosas irrisorias si los catalanes se apuntan a la
descabellada empresa de dejar de ser españoles. Los enemigos de la vieja unidad española se crecen ante nuestra mediocridad, ante tanta cuita administrada con la retórica de lo inevitable, con el supuesto bálsamo de la impotencia.
Tenemos
derecho a echar de menos propuestas arriesgadas, de una cierta
grandeza. La democracia española ha entrado en su madurez, y amenaza con
caer en decadencia por falta, entre otras cosas, de convicción, de
horizonte, de legítimo deseo de prosperar, de crecer, de llegar a ser
mejores. Es evidente, por ejemplo, que los ciudadanos están
justificadamente hartos de los modos que se han hecho desgraciadamente
habituales en el comportamiento de los partidos, y de ese llamamiento
continuo a la paciencia y al “así son las cosas”, sin que nadie proponga
reformas de fondo. Es de broma, por otro lado, que algunos piensen que
el federalismo pueda ser una idea que entusiasme a nadie.
¿Federalismo
cuando ganamos en descentralización, despilfarro y desorganización a las
repúblicas que podrían ser nuestro modelo? No van por ahí nuestras
necesidades porque tenemos que buscar los remedios que puedan acabar con
los males que tenemos, y el federalismo sería una buena cura contra el centralismo, pero no tiene nada que decir contra el puro disparate.
Hay
muchas reformas que serían capaces de suscitar adhesión y entusiasmo en
los ciudadanos; todo lo que pueda llevar, por ejemplo, a hacer que los
partidos dejen de estar dedicados a sus oscuros intereses internos, y se
abran a la sociedad para convertirse en instrumentos de participación
ciudadana y de democracia real. Tenemos que hacer posible que nuestros
Obamas, que sin duda los hay, puedan ver la luz, puedan aparecer y
ofrecerse a los electores, en lugar de esas oscuras listas de personajes
entrenados en el meritorio arte de la obediencia.
¿Cómo es posible que nadie proponga en serio una reforma de los partidos
a la vista de la experiencia de lo que pronto serán cuatro décadas? Es
obvio que eso no emociona a los que ahora administran el cotarro, pero
los procuradores nacionales del franquismo tampoco querían la reforma,
aunque llegó el momento en que tuvieron que aplaudirla. Ahora mismo
estamos ante una tesitura similar: nuestra crisis política es tan honda,
nuestras instituciones están tan desprestigiadas, que se hace
imprescindible una renovación radical de la manera de hacer política.
Una
nueva ley de partidos que garantice la participación ciudadana, la
democracia interna, con normas precisas de transparencia y control, es
algo que necesitamos tanto, al menos, como una economía capaz de
proporcionar empleo, y se trata de cosas que están más íntimamente
unidas de lo que pueda parecer a primera vista.
El problema más grave de
nuestra economía es que no es capaz de soportar el peso agobiante de un
abigarrado, disfuncional y confuso sistema público que ha crecido,
sobre todo, a la medida de las necesidades y los caprichos de unos
partidos insaciables, y este problema solo se arreglará cuando los
partidos dejen de ser mafias pretendidamente benéficas y pasen a ser organizaciones democráticas, transparentes,
puestas al servicio de los intereses comunes y abiertas a la
participación de los mejores. La regulación legal y minuciosa de las
normas que garanticen el buen funcionamiento de los partidos es la
piedra angular de cualquier reforma seria del sistema político, de la
reconversión que precisa nuestro Estado. Entonces, también nosotros nos
habremos ganado el derecho a decir que lo mejor está por llegar.
Fuente: www.elconfidencial.com
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