¡Viva Quebec libre! ¿Quién puede olvidar el discurso
irresponsable y malicioso de De Gaulle en julio de 1967, durante su
visita a esta desafortunada provincia, convertido desde entonces en el
grito por excelencia del tribalismo occidental?
Y ahora, una vez más, Cataluña se pone a la larga cola, con sus
próximas elecciones en las que el asunto de fondo es la independencia,
mientras los vascos acechan detrás y los escoceses no solo acechan, sino
que siguen adelante. Y seguimos con «Padania» en Italia, una región
liderada por la horrible Liga Norte, y la lista no termina ahí.
La suposición que alimenta esta agitación hacia la secesión e
independencia en Europa es que todos estos nuevos Estados de algún modo
encontrarán refugio como Estados miembros de la Unión Europea. Sin esta
suposición, el apetito por la independencia decaería de modo
significativo, silenciado por la amenaza mucho mayor del océano que
representaría tener que seguir el camino en solitario.
El Tribunal Supremo de Canadá, en su cuidadosa y meditada decisión sobre Quebec,
cuyo razonamiento sigue siendo válido hoy, demostró con claridad que
ninguno de estos casos disfrutan de un derecho de secesión de acuerdo
con el Derecho Internacional Público, ya que todos estos territorios
tienen libertades individuales y derechos colectivos, que les permiten
proteger sus nacionalidades e identidades culturales dentro de sus
respectivos Estados.
Pero la cuestión no es solo qué derechos existen y cuáles son las
normas aplicables. Es simplemente desmoralizante desde un punto de vista
ético contemplar cómo casos como el de Cataluña nos devuelven al
principio del siglo XX, a la mentalidad de posguerra, cuando la noción
de que un único Estado podía abarcar más de una nacionalidad parecía
imposible —de ahí la profusión de tratados específicos sobre minorías
durante la desaparición de los imperios otomano y austro-húngaro.
Estos acuerdos estaban llenos de buena intención pero carecían de
imaginación política; y, eventualmente, no escondamos los hechos
desagradables, que alimentaron y llevaron a la lógica venenosa de la
pureza nacional y la limpieza étnica. No se equivoquen: no estoy
sugiriendo en absoluto que alguien en Cataluña quiera la limpieza
étnica. Pero sí creo que la mentalidad de «ir por libre» está asociada
con este tipo de mentalidad.
Sí, cierto es que vascos y catalanes sufrieron muy serias injusticias
históricas antes de la llegada de la democracia a España. Y siento una
enorme, y digo enorme, empatía y simpatía hacia los catalanes que
quieren vivir y reivindicar su cultura y su identidad política propia.
Para miles de ellos, quizá para la mayoría, se trata de esto. Pero jugar
«la carta de Franco» como justificación para la secesión es solo una
hoja de parra para tapar un egoísmo económico y social seriamente
equivocado, un orgullo excesivo cultural y nacional y la ambición
desnuda de los políticos locales. Además, va diametralmente en contra
del sentido histórico de la integración europea.
La imponente autoridad moral de los padres fundadores de la
integración europea —Schumann, Adenauer, De Gasperi y el propio Jean
Monnet— se debió a que estuvo enraizada en la ética cristiana del
perdón, combinada con una sabiduría política ilustrada, en la que se
entendía que es mejor mirar hacia adelante, hacia un futuro de
reconciliación e integración, en vez de revolcarse en el pasado europeo,
que, por cierto, fue infinitamente peor que los peores excesos del
execrable Franco.
A veces se dice que los principios de democracia y autodeterminación
requieren poder decidir a través de un referéndum. Pero, por supuesto,
esta afirmación ignora la pregunta de quién es el sujeto político con
derecho a determinar si la nación histórica —incluso si está compuesta
por varias nacionalidades— he de romperse, permitiendo así la secesión.
¿Permitimos a cada «minoría» cultural, política y lingüística en Europa
que celebre un referéndum sobre secesión e independencia? ¿Los corsos?
¿Los bretones? ¿Los galeses? ¿Los germanohablantes del Alto Adige?
La lista es interminable, dada la fantástica riqueza cultural de
Europa. ¿Por qué no habrían de ser los franceses en conjunto, o los
británicos en conjunto, o los italianos en conjunto, los que puedan
decidir el futuro de su propio Estado? ¿Por qué habrían ser los
catalanes, y no el conjunto de ciudadanos españoles los que puedan
decidir la ruptura de su reino? No hay una respuesta evidente a esta
pregunta. Yo argumentaría que solo bajo condiciones de verdadera
represión política y cultural se puede presentar de modo convincente el
caso para un referéndum regional. Con su extenso (aunque profundamente
defectuoso) Estatuto de Autonomía, los argumentos catalanes a favor de
la independencia producen risa y son imposibles de ser tomados en serio;
argumentos que además abaratan y resultan insultantes ante otros casos
meritorios, aunque inconclusos, como el de Chechenia.
La Unión Europea lucha hoy en día con una estructura de toma de
decisiones sobrecargada, con 27 Estados miembros, y, lo que es más
importante, con una realidad sociopolítica que hace difícil persuadir a
un holandés, a un finlandés o a un alemán de que tienen un interés
humano y económico en el bienestar de un griego, un portugués o,
también, un español.
¿Por qué habría de resultar de interés incluir en la Unión a una
comunidad política como sería una Cataluña independiente, basada en un
«ethos» nacionalista tan regresivo y pasado de moda que aparentemente no
puede con la disciplina de la lealtad y solidaridad que uno esperaría
que tuviera hacia sus conciudadanos en España? La propia petición de
independencia de España, una independencia de la necesidad de gestionar
las diferencias políticas, sociales, económicas y culturales dentro de
la comunidad política española, independencia de la necesidad de
resolver diferencias y trascender el momento histórico, descalifica
moral y políticamente como futuros Estados miembros de la Unión Europea a
Cataluña y a otros casos parecidos.
Europa no debería ser vista como un nirvana para esa forma de
euro-tribalismo irredento que contradice los más profundos valores y
necesidades de la Unión. La presunción de una pertenencia automática a
la Unión debería ser rechazada de forma decisiva por aquellos países que
sufren la amenaza de una secesión, o, si sus líderes, por razones
políticas internas no tienen coraje para decirlo, por la propia Unión u
otros Estados miembros, con Francia a la cabeza.
Sería enormemente irónico que el proyecto de pertenencia a la Unión
acabase creando un incentivo que diese sentido a la desintegración
política. Hay una diferencia fundamental entre dar la bienvenida a la
Unión a España, Portugal o Grecia, recién salidos de una fea y represora
dictadura, y dársela a una Cataluña que es parte de una democracia que
funciona y que en este momento requiere una expresión profunda de
solidaridad interna y externa. Al buscar la separación, Cataluña estaría
traicionando los mismos ideales de solidaridad e integración humana
sobre los que se fundamenta Europa.
Espero que nunca ocurra, pero el único mérito de un referéndum en
Cataluña sería permitir a los catalanes que tuviesen el buen sentido de
rechazar la propuesta. Si se llega al referéndum, todos los europeos
deberían esperar que los catalanes actúen de este modo. Y si no lo
hacen, bueno, deseémosles bonvoyage en su destino separatista.
Leemos en http://www.almendron.com
Por Joseph H.H. Weiler, catedrático de la Facultad de Derecho de la Facultad de la Universidad de Nueva York.
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