En 1848, Carlos Marx y Federico Engels
comenzaron su famoso Manifiesto con estas palabras: “Un fantasma
recorre Europa: el fantasma del comunismo”. Ha llovido mucho desde
entonces: la revolución ha fracasado, pero muchos de sus mitos y sombras habitan entre nosotros.
Todavía una parte importante de la izquierda se legitima moralmente con
la historia de la dominación, con la pretensión de que los pocos
explotan a los más, y no se puede decir que no tengan razones para
hacerlo, pero abundan más las caricaturas de ese justo espíritu
reivindicativo que la claridad de intenciones y el horizonte moral que
inspiraban a los revolucionarios de hace dos siglos.
El heredero universal de esa revolución proletaria, desmentida en todas partes, ha sido el sindicalismo de clase,
como todavía gusta de llamarse, aunque sea difícil confundir a quienes
hoy dirigen los sindicatos con los líderes ascéticos de otrora: su
orondo aspecto de burócratas levemente disfrazados no consentiría esa
identificación por mucho tiempo. Esto quiere decir no que sean unos
traidores, sino, por el contrario, que heredan una paradójica victoria:
son los triunfadores de una batalla simbólica cuyas escaramuzas
efectivas tienen frecuentemente más que ver con la defensa de
privilegios que con la sociedad sin clases que prometía el Manifiesto.
La
injusticia sostenida sobre algunos hace de piadoso manto para encubrir
el cinismo de muchos, ampara y disculpa la demanda general de todos
contra todos, de las autonomías que reclaman deudas históricas o tratos
especiales, de los secesionistas catalanes a los que, al parecer,
robamos todos los demás, de los ayuntamientos que están a la última, de
la cultura, de los empresarios, de todo diosSu
mayor éxito es también su mayor desgracia. La melodía reivindicativa ha
perdido su objeto propio y se ha hecho general: todos queremos más,
todos merecemos más, todos hemos sido engañados, postergados, a todos se
nos trata injustamente.
Un obsceno sentimiento sindical se ha adueñado
de la inmensa mayoría de los españoles, desde los jueces, los médicos y
los rectores de universidad hasta los pilotos, los controladores o los
maquinistas ferroviarios, pasando por todas las ocupaciones y oficios,
incluyendo y emboscando en una algarabía general a quienes sí tendrían motivos más que suficientes para rebelarse.
La injusticia sostenida sobre algunos hace de piadoso manto para
encubrir el cinismo de muchos, ampara y disculpa la demanda general de
todos contra todos, de las autonomías que reclaman deudas históricas o
tratos especiales, de los secesionistas catalanes a los que, al parecer,
robamos todos los demás, de los ayuntamientos que están a la última, de
la cultura, de los empresarios, de todo dios. Todos piden más, y se
sienten humillados y ofendidos.
La diferencia esencial es que
este sindicalismo generalizado que se ha adueñado de nuestra sociedad no
se dirige contra ninguna patronal, se dirige contra el resto de los
españoles con el trampantojo de oponerse al Gobierno, porque el
particularismo se ha hecho universal. Es bien paradójico que en nombre
de conceptos que nadie discute, de la solidaridad, la sostenibilidad, o
la igualdad, el país entero se levante contra un fantasma, porque
lo fantasmal no es ahora el miedo de unos pocos ante la justa
reivindicación de los más, sino el sujeto al que se atribuyen los
desmanes que, a fin de cuentas, no suele ser otro que el conjunto de los
españoles pagando impuestos, aunque hasta ahora casi sin saberlo, y de
ahí la preferencia sindical por lo público.
Ese espíritu
reivindicativo se traduce en la convicción de que hay que hacer ajustes o
recortes, pero siempre en otra parte, nunca en nuestro sector, que es
intocable, sea la sanidad, la educación, la cultura, y así hasta el
infinito. Para ser justos, hay que reconocer que aún no se ha dado la
protesta de los militares, pero todo se andará.
En realidad, la
queja tiene sentido, porque es difícil entender que cada vez se obtenga
menos pagando más. La clave está en que no siempre gritan con más fuerza
quienes tienen más motivos, y en que hemos consentido habitualmente que
pocos bien organizados chuleen a los más, cada uno a su aire. Los
sucesivos Gobiernos han consagrado una nefasta tradición consistente en
ceder a las reivindicaciones de quienes han sido lo suficientemente
fuertes como para intimidar, sea ETA, los nacionalistas o los
controladores, y así se sale adelante, pero el precio está siendo muy
alto, porque nos hemos metido en la senda de los Estados fallidos.
Hace
pocos días el líder de la UGT vociferaba, muy en su ser natural, que
desearía se hiciese un referéndum, se ve que están de moda, sobre la
financiación sindical, para tener así la oportunidad de explicar a todo
el mundo la labor de los sindicatos. No sabía que nada le impidiese
hacerlo, pero mi temor es que consiga nuevas subvenciones con tan digno
propósito.
Necesitamos un auténtico baño de transparencia para poder
empezar a discernir cuándo hay motivos de queja, pero eso tropieza con
el interés de los regidores de la farsa, con la preferencia de partidos e
instituciones por el oscurantismo, de manera que no es ni siquiera
fácil decir si es verdad que la gestión privada nos sale más barata. Así
pues, que no se quejen los Gobiernos: la gente protesta porque es
rentable, y porque carece de la información para saber cuándo haría bien
en callarse.
Fuente: José Luis González Quirós en EL CONFIDENCIAL
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