Todo el mundo en política lo acepta así y, aunque no
se trate de ninguna norma escrita, a nadie le cabe la menor duda de que
el poder consiste en el control de la agenda política.
Un
Gobierno tiene que saber que el amanecer de cada día es, exactamente,
como lo espera, que un vendaval de acontecimientos imprevistos no va a
levantar un torbellino de papeles en los despachos. Porque cuando eso
ocurre, cuando un Gobierno pierde el control de la agenda, ya presiente,
sin necesidad de que ningún indicador más se lo confirme, que el final
se acerca irremediable.
Aunque esta máxima siempre se le ha aplicado al
poder político, quizá porque, a diferencia de otros poderes del Estado,
está más expuesto a las convulsiones que se presentan cada día, no es
descabellado pensar que ese mismo virus es el que afecta desde hace un
tiempo a la propia Corona de España. Se trata, sencillamente, de
pensar que el mal mayor que afecta estos días a la monarquía es que ha
perdido el control de la agenda política, algo que, con esta intensidad,
no le había sucedido desde que asumió el reinado tras el túnel de la
dictadura.
Don Juan Carlos no gobierna los
acontecimientos, el entorno lo ha desbordado y cada día está expuesto a
que un vendaval entre por su ventana y remueva todos los papeles de su
mesa de despacho. Desde Urdangarín hasta Corinna, desde Rafael Spottorno hasta García Revenga,
el entorno del Rey se ha espesado hasta crear un barro difícil por el
que es imposible caminar con acierto.
Se ha sublevado el entorno, ha
desbocado la agenda real, y ya no hay mañana sin que don Juan Carlos
pueda temerse un revés en los periódicos, un sapo nuevo que tragarse a
sabiendas de que será imposible la digestión. Por eso ahora, llegados a
este estado de cosas, lo fundamental para don Juan Carlos es el
reconocimiento de esta realidad y atajarla, sin detenerse en las excusas
que irán ofreciéndole a cada instante; pasar por encima de las
exculpaciones para comprender al fin que si hoy la monarquía se tambalea
no es por oscuras conspiraciones republicanas, sino por el cúmulo de
despropósitos de su entorno.
Es en la descoordinación de quienes le
asesoran, es en la vanidad de quienes se sientan en su mesa, es en la
avaricia de quienes han usado su nombre para hacer fortuna a donde tiene
que dirigir su mirada el monarca, porque es ahí, sólo ahí, donde está
el origen de todos sus males. Sin obviar, además, que en cada uno de
esos frentes hay un porcentaje de responsabilidad del propio don Juan
Carlos.
De
la cadena de acontecimientos vividos en los últimos días, podríamos
fijarnos en el más cercano, la tormenta que se desató el viernes cuando
José Antonio Zarzalejos desveló en El Confidencial que la posibilidad de una abdicación de don Juan Carlos a favor de su hijo, el príncipe Felipe,
ya se contemplaba en la Casa Real, ya la meditaba el propio Rey como
una hipótesis probable para ofrecer a la ciudadanía el impulso de
regeneración institucional que precisa la Corona.
Es evidente, como
reseñaba el propio Zarzalejos, que una decisión así tendría que
realizarse en un momento de ‘serenidad ambiental’ que no convirtiera el
gesto en una derrota, que no hiciera de la abdicación una claudicación.
El momento, en definitiva, lo elegiría el propio don Juan Carlos con el
acierto demostrado en todos estos años para elegir las palabras exactas
en el acto oportuno. Que aquella crónica haya derivado en una cadena de
desmentidos oficiales, sólo puede ofrecernos una muestra clara de la desorientación de la que antes se hablaba, del atropello de acontecimientos que ha desbordado la agenda del Rey.
Quiere
decirse, en suma, que lo único extraño, lo único inquietante, sería que
este trasladara a los españoles que, ocurra lo que ocurra, pase lo que
pase, aunque las lesiones físicas sigan castigándolo como ahora, nunca
va a renunciar a favor de su hijo. ¿Cómo escandalizarse por lo
contrario, si ese gesto, desprovisto de cualquier oportunismo de
arribistas y dinamiteros que utilizan toda excusa para zarandear a la
Corona, sólo puede entenderse como un gesto de normalidad, que ha sido
la principal virtud de don Juan Carlos como rey de España? Lo que se
espera de él es que reconozca su entorno, que mire a su alrededor, que
se vuelva hacia sí mismo, y sepa hacer un análisis acertado de la
realidad. Tan absurdo es pensar en una abdicación que ponga en crisis la
Corona como en un reinado vitalicio per se, como los monarcas de hace cuatro siglos.
¿La
hipótesis de la abdicación? Lo alarmante sería lo contrario, que ni se
contemplara. Con la misma normalidad con la que don Juan de Borbón
asumió, en su día, el paso atrás que tenía que dar para conseguir que la
monarquía fuera una realidad en la España democrática.
Pasados los
años, en 1985, a don Juan de Borbón le preguntaron por aquella renuncia
suya, en una entrevista en la revista Tiempo. Y dijo don Juan, distanciándose de sí mismo: “Lo que yo creo es que los hombres somos instrumentos de la historia. Que las corrientes históricas se imponen de todos modos”.
La primera parte de la afirmación nos habla sólo de la modestia, de la
entrega de una persona al país que ama.
Lo fundamental de la sentencia
está en la segunda parte, en la certeza de que las corrientes históricas
se imponen de todos modos. Don Juan Carlos, que lo sabe bien porque lo
ha vivido como nadie, tiene que volver a gobernar su tiempo en la
historia. Porque no es este un tiempo de enanos.
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