domingo, 11 de noviembre de 2012

Independencia y Unión Europea




¡Viva Quebec libre! ¿Quién puede olvidar el discurso irresponsable y malicioso de De Gaulle en julio de 1967, durante su visita a esta desafortunada provincia, convertido desde entonces en el grito por excelencia del tribalismo occidental?

Y ahora, una vez más, Cataluña se pone a la larga cola, con sus próximas elecciones en las que el asunto de fondo es la independencia, mientras los vascos acechan detrás y los escoceses no solo acechan, sino que siguen adelante. Y seguimos con «Padania» en Italia, una región liderada por la horrible Liga Norte, y la lista no termina ahí.


La suposición que alimenta esta agitación hacia la secesión e independencia en Europa es que todos estos nuevos Estados de algún modo encontrarán refugio como Estados miembros de la Unión Europea. Sin esta suposición, el apetito por la independencia decaería de modo significativo, silenciado por la amenaza mucho mayor del océano que representaría tener que seguir el camino en solitario.


El Tribunal Supremo de Canadá, en su cuidadosa y meditada decisión sobre Quebec, cuyo razonamiento sigue siendo válido hoy, demostró con claridad que ninguno de estos casos disfrutan de un derecho de secesión de acuerdo con el Derecho Internacional Público, ya que todos estos territorios tienen libertades individuales y derechos colectivos, que les permiten proteger sus nacionalidades e identidades culturales dentro de sus respectivos Estados.


Pero la cuestión no es solo qué derechos existen y cuáles son las normas aplicables. Es simplemente desmoralizante desde un punto de vista ético contemplar cómo casos como el de Cataluña nos devuelven al principio del siglo XX, a la mentalidad de posguerra, cuando la noción de que un único Estado podía abarcar más de una nacionalidad parecía imposible —de ahí la profusión de tratados específicos sobre minorías durante la desaparición de los imperios otomano y austro-húngaro.


Estos acuerdos estaban llenos de buena intención pero carecían de imaginación política; y, eventualmente, no escondamos los hechos desagradables, que alimentaron y llevaron a la lógica venenosa de la pureza nacional y la limpieza étnica. No se equivoquen: no estoy sugiriendo en absoluto que alguien en Cataluña quiera la limpieza étnica. Pero sí creo que la mentalidad de «ir por libre» está asociada con este tipo de mentalidad.


Sí, cierto es que vascos y catalanes sufrieron muy serias injusticias históricas antes de la llegada de la democracia a España. Y siento una enorme, y digo enorme, empatía y simpatía hacia los catalanes que quieren vivir y reivindicar su cultura y su identidad política propia. Para miles de ellos, quizá para la mayoría, se trata de esto. Pero jugar «la carta de Franco» como justificación para la secesión es solo una hoja de parra para tapar un egoísmo económico y social seriamente equivocado, un orgullo excesivo cultural y nacional y la ambición desnuda de los políticos locales. Además, va diametralmente en contra del sentido histórico de la integración europea.


La imponente autoridad moral de los padres fundadores de la integración europea —Schumann, Adenauer, De Gasperi y el propio Jean Monnet— se debió a que estuvo enraizada en la ética cristiana del perdón, combinada con una sabiduría política ilustrada, en la que se entendía que es mejor mirar hacia adelante, hacia un futuro de reconciliación e integración, en vez de revolcarse en el pasado europeo, que, por cierto, fue infinitamente peor que los peores excesos del execrable Franco.


A veces se dice que los principios de democracia y autodeterminación requieren poder decidir a través de un referéndum. Pero, por supuesto, esta afirmación ignora la pregunta de quién es el sujeto político con derecho a determinar si la nación histórica —incluso si está compuesta por varias nacionalidades— he de romperse, permitiendo así la secesión. ¿Permitimos a cada «minoría» cultural, política y lingüística en Europa que celebre un referéndum sobre secesión e independencia? ¿Los corsos? ¿Los bretones? ¿Los galeses? ¿Los germanohablantes del Alto Adige?


La lista es interminable, dada la fantástica riqueza cultural de Europa. ¿Por qué no habrían de ser los franceses en conjunto, o los británicos en conjunto, o los italianos en conjunto, los que puedan decidir el futuro de su propio Estado? ¿Por qué habrían ser los catalanes, y no el conjunto de ciudadanos españoles los que puedan decidir la ruptura de su reino? No hay una respuesta evidente a esta pregunta. Yo argumentaría que solo bajo condiciones de verdadera represión política y cultural se puede presentar de modo convincente el caso para un referéndum regional. Con su extenso (aunque profundamente defectuoso) Estatuto de Autonomía, los argumentos catalanes a favor de la independencia producen risa y son imposibles de ser tomados en serio; argumentos que además abaratan y resultan insultantes ante otros casos meritorios, aunque inconclusos, como el de Chechenia.


La Unión Europea lucha hoy en día con una estructura de toma de decisiones sobrecargada, con 27 Estados miembros, y, lo que es más importante, con una realidad sociopolítica que hace difícil persuadir a un holandés, a un finlandés o a un alemán de que tienen un interés humano y económico en el bienestar de un griego, un portugués o, también, un español.


¿Por qué habría de resultar de interés incluir en la Unión a una comunidad política como sería una Cataluña independiente, basada en un «ethos» nacionalista tan regresivo y pasado de moda que aparentemente no puede con la disciplina de la lealtad y solidaridad que uno esperaría que tuviera hacia sus conciudadanos en España? La propia petición de independencia de España, una independencia de la necesidad de gestionar las diferencias políticas, sociales, económicas y culturales dentro de la comunidad política española, independencia de la necesidad de resolver diferencias y trascender el momento histórico, descalifica moral y políticamente como futuros Estados miembros de la Unión Europea a Cataluña y a otros casos parecidos.


Europa no debería ser vista como un nirvana para esa forma de euro-tribalismo irredento que contradice los más profundos valores y necesidades de la Unión. La presunción de una pertenencia automática a la Unión debería ser rechazada de forma decisiva por aquellos países que sufren la amenaza de una secesión, o, si sus líderes, por razones políticas internas no tienen coraje para decirlo, por la propia Unión u otros Estados miembros, con Francia a la cabeza.


Sería enormemente irónico que el proyecto de pertenencia a la Unión acabase creando un incentivo que diese sentido a la desintegración política. Hay una diferencia fundamental entre dar la bienvenida a la Unión a España, Portugal o Grecia, recién salidos de una fea y represora dictadura, y dársela a una Cataluña que es parte de una democracia que funciona y que en este momento requiere una expresión profunda de solidaridad interna y externa. Al buscar la separación, Cataluña estaría traicionando los mismos ideales de solidaridad e integración humana sobre los que se fundamenta Europa.


Espero que nunca ocurra, pero el único mérito de un referéndum en Cataluña sería permitir a los catalanes que tuviesen el buen sentido de rechazar la propuesta. Si se llega al referéndum, todos los europeos deberían esperar que los catalanes actúen de este modo. Y si no lo hacen, bueno, deseémosles bonvoyage en su destino separatista.


Leemos en  http://www.almendron.com

Por Joseph H.H. Weiler, catedrático de la Facultad de Derecho de la Facultad de la Universidad de Nueva York.

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