La falta de 'vigor' físico y espiritual la ha transformado Benedicto XVI en
una enorme fortaleza. Porque, al no poder hacer frente a lo que él ha
denominado “suciedades de la Iglesia” -le angustiaban-, las ha dejado al
descubierto con su renuncia.
El anterior parece ser un diagnóstico
ampliamente compartido sobre la significación de la abdicación del Papa
que rompe una tradición de más de cinco siglos en la Iglesia católica.
El “pastor rodeado de lobos”, según feliz metáfora del Corriere della Sera, ha ganado terreno hasta en la intelectualidad agnóstica y descreída.
El artículo de Mario Vargas Llosa (“El hombre que estorbaba”) y el de Paolo Flores d´Arcais (“Un lugar para un papa emérito”), ambos publicados en el diario El País,
rezuman admiración por el Pontífice dimisionario. Los dos
intelectuales, de confesada increencia, se felicitan de que Ratzinger
haya abordado la pederastia -autores y encubridores, hayan sido
sacerdotes o prelados- hasta donde sus fuerzas se lo han permitido y, al
mismo tiempo, han subrayado el arrojo del Sumo Pontífice al imponer las
cuentas claras en el IOR vaticano pese a las zancadillas de una parte
de la curia, que no le ha sido ni colaborada ni fiel.
Sin embargo, que la decisión de Benedicto XVI haya sido la de renunciar para desembozar a los corruptos, a los insidiosos y a los delincuentes,
no deja de ser alarmante para la comunidad católica, pero también para
el mundo. La Iglesia ha sido la gran civilizadora de Occidente, el mejor
vehículo cultural de los siglos oscuros medievales, la suministradora
de valores morales transmutados en laicos en las sociedades modernas, la
referencia de la trascendencia del hombre y la representación constante
de una idea de Dios.
Que Joseph Ratzinger decline por su
magistratura por ancianidad es una tragedia, no por el hecho en sí -tan
humano, tan lúcido y tan generoso- cuanto porque sus ojos cansados y su
pulso tembloroso no han podido soportar tanta basura acumulada que a él
ha debido parecerle tan insufrible y maloliente.
Escribe Vargas
Llosa esto tan terrible: “La decadencia y mediocrización intelectual de
la Iglesia que ha puesto en evidencia la soledad de Benedicto XVI y la sensación de impotencia
que parece haberlo rodeado en estos últimos años es sin duda factor
primordial de su renuncia, y un inquietante atisbo de lo reñida que está
nuestra época con todo lo que representa vida espiritual, preocupación
por los valores éticos y vocación por la cultura y las ideas”.
Es
verdad. Y lo es tanto que el catolicismo -más aún, la espiritualidad
inmanente a lo humano- se agosta en Europa y es feraz en las áreas
jóvenes del planeta a través de nuevas creencias, sectas y disidencias
ante las que la Iglesia no sabe o no puede competir.
Para el filósofo italiano Paolo Flores d´Arcais “Vatileaks, el escándalo de las filtraciones de documentos reservados, no es más que la punta del iceberg,
lo que hemos podido llegar a conocer nosotros, los comunes mortales,
pero Benedicto XVI ha podido abrazar por entero, en su devastadora
amplitud, y el informe de los cardenales Herranz, Tomko y De Giorgi debe haberle dejado literalmente desolado, sobre todo porque en todas las nauseabundas intrigas que desfiguran el rostro de la Iglesia
(palabras literales del Papa) está siempre metido hasta el cuello su
más estrecho colaborador desde los tiempos de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, Tarcisio Bertone (…)”.
Palabras
estas difícilmente rebatibles porque el Pontífice antes de marcharse hoy
a 'esconderse' del mundo, se ha tomado el cuidado de retirar al segundo
de la Secretaría de Estado -longa manu de Bertone- enviándole de
nuncio apostólico a Colombia. Ha tumbado también la presencia del único
cardenal británico en el cónclave (O´Brien) y todos esperamos que a él
no asista el cardenal Mahony, confeso encubridor de pederastas y recluido a la privacidad por el ordinario de Los Ángeles al que está ahora sometido.
Inquieta la renuncia del Papa porque confirma los peores temores y nos desposee de un instrumento -él mismo- para combatir los miedos que aquejan a los católicos
por las “suciedades que desfiguran el rostro de la Iglesia”.
En estos
tiempos de mediocridad, de desprecio intelectual, de vulgaridad y
codicia, Joseph Ratzinger era un Papa luminoso, discreto, intelectual, elegante, transparente y santo. Al refugiarse del mundo sobre el que ha desempeñado su tutela moral en una clausura silente, deja una devastadora inquietud
de la que nos advierten los agnósticos de alma elevada -como Vargas
Llosa o Flore d´Arcais- y callan sin embargo los publicistas católicos
que, tan curiales como los que han traicionado al Papa, persisten en
negar las evidencias y exculpar a los delincuentes.
Benedicto XVI recuerda en estos momentos al Cristo que, látigo en mano, expulsó a los mercaderes del templo.
Pero en vez de ira divina, Ratzinger se ha retirado proyectando luz
sobre la tarea de su sucesor al que van a elegir -quiera Dios que más
allá de sus previsiones- algunos de los que han protagonizado el
calvario de este hombre justo cuya desaparición conmueve al mundo, pero
alarma y devasta los espíritus de quienes lo tengan entrenado en la
detección de los enormes peligros de totalitarismo inmoral que lo
amenaza al orbe.
Fuente: José Antonio Zarzalejos en el CONFIDENCIAL