Casi 130 años han tenido que pasar desde aquel mayo
de Chicago que dio lugar a la fiesta de los trabajadores. Desde 1889 se
celebra en todo el mundo. Y no precisamente en Estados Unidos, cuyo Labor Day
se trasladó al primer lunes de septiembre para no dar pistas. Pero ni
siquiera hace una semana que el derrumbamiento de un edificio ilegal en Bangladesh
ha dejado un rastro de casi 400 trabajadores y trabajadoras muertos en
unas condiciones laborales no muy diferentes a las motivaron las
protestas sindicales y la sangrienta represión de 1886 en Estados Unidos
(Haymarket, 4 de mayo).
El Día de los Trabajadores, por lo
tanto, se celebra en recuerdo de aquel incipiente movimiento obrero que
lucho por los derechos de los trabajadores en EEUU, mientras en España
hacía lo propio aquel incipiente socialismo representado por Jaime Vera, Pablo Iglesias y García Quejido. Entre otras cosas, por un salario digno y una jornada de trabajo no superior a las ocho horas
(las famosos tres ochos para el trabajo, el ocio y el descanso). Al
menos en estos países del llamado Tercer Mundo, donde se fabrica la ropa
que nos ponemos en el Primer Mundo, la cadena de custodia de aquel
espíritu reivindicativo está completamente rota.
En aquellas fechas, a finales del siglo XIX, las condiciones de trabajo de los obreros eran deplorables, con salarios de miseria y jornadas de hasta 18 horas.
Y ahora, en pleno siglo XXI, hemos sabido que los trabajadores de la
industria de la confección que se encontraban en el edificio derrumbado cobraban 38 dólares al mes produciendo ropa para las grandes marcas internacionales que consumimos en esta parte del mundo.
Llama
la atención el escaso eco informativo de la noticia en los medios
occidentales. En España, al menos, hemos tratado con bastante
indiferencia lo ocurrido la semana pasada en Savar, un suburbio de Daca,
la capital de Bangladesh.
Sin embargo, el suceso nos coloca ante la
trágica metáfora de un sistema injusto que convierte a los seres humanos en piezas desechables,
por abundantes y baratas, como las servilletas de papel o los cepillos
de dientes de un solo uso. Todo ello al amparo de la globalización y las
leyes del mercado que en ese país, y no sólo en ese país, han
actualizado la esclavitud hasta el punto de convertirla en condición
necesaria de la competitividad.
Aquí, en España, a miles de
kilómetros de distancia, podemos presumir de haber enterrado en el
basurero de la historia cualquier forma de esclavitud y explotación del
hombre por el hombre. Pero el dogma de la competitividad nos motiva más
que nunca. De nuestra propia desventura económica nace la consigna de
fabricar productos cada vez más baratos con salarios cada vez más bajos.
Ese es el catecismo que conocen bien nuestros seis millones de parados y
los activos que viven con el miedo a perder su puesto de trabajo.
Malos
tiempos para celebrar el primero de mayo. ¿Y por qué no el Día del
Paro, por razones de solidaridad, como el Día del Cáncer o el de la
Esclerosis Múltiple, el del Glaucoma, el de las Enfermedades Raras,
etcétera?
Fuente: Antonio Casado en EL CONFIDENCIAL.COM
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