Carece por completo de sentido que los sectores
emergentes de nuestra economía, aquellos que añaden valor, crean empleos
cualificados y ponen en amplísimos mercados productos españoles, sean
lastrados bien mediante cargas impositivas asfixiantes, bien yugulando
su desarrollo por la supresión de ayudas públicas, directas o
indirectas.
Eso ocurre en España con la cultura y sus industrias.
Desde
2009 -ese año con el Gobierno de Zapatero- el sector cultural ha perdido el 70% de sus recursos, pero el Ejecutivo de Rajoy
parece haberse ensañado con este ámbito.
Quizás la debilidad política
del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte frente al de Hacienda y
Administraciones Públicas -pese a ocupar la secretaría de Estado de
Cultura un hombre como José María Lasalle, muy vinculado tanto a Rajoy como a Santamaría- explique el salto del IVA cultural del 8% al 21% (el más alto de la Unión Europea,
que se sitúa en torno al 13%) encareciendo en tiempos de restricción
del consumo el cine, el teatro, la danza, los conciertos, la ópera, las
corridas de toros y las actividades de ocio (como las entradas a los
estadios de futbol, sin ir más lejos).
No ha habido forma de que
el Gobierno español -como hizo el holandés- diese marcha atrás en el
ensanchamiento del hecho imponible del tipo general del IVA hasta
alcanzar a las manifestaciones culturales. Tampoco, de que se moderen los recortes para
2013 a los museos (-22,9%), la música y la danza (-22,7%), los archivos
(-22,5%), las bibliotecas (-22,2%) y el cine (-22,6%).
La combinación
de la alta imposición con la disminución de las ayudas públicas ofrece
una resultante desoladora: el destrozo cultural podría convertirse en irreparable
y, desde luego, convierte en una quimera la pretensión preelectoral del
PP según la cual la industria cultural española pasaría bajo su gestión
del 4% al 10-12% del PIB, transformándose así en un sector-tractor de
nuestra economía. Porque, a fin de cuentas, las expresiones culturales
en castellano y otros idiomas españoles cuentan con más de 450 millones de potenciales consumidores.
Por poner sólo un ejemplo que cualifica la situación: en los Estados
Unidos, los hispanos son ya la minoría más importante (50 millones).
La digitalización y la piratería
El informe de PWC (Global Entertainment and Media Outlook 2011-2015)
publicado el mes pasado, constata que la música, el cine y los libros
migran ya de forma irreversible a los soportes digitales, que la prensa online
avanza con fuerza, que la televisión dispone de una fuerte expansión
multicanal y, además, que el ocio de los videojuegos sigue al alza, todo
ello sobre el fondo de una penetración constante de Internet.
Este
hecho capital requeriría que en España hubiese funcionado con eficiencia
-y sin merma de garantías- la normativa antipiratería. Pues bien: la rapidez del Gobierno en dictar el reglamento de la llamada ley Sinde no se ha correspondido en absoluto con unos resultados aceptables.
En España se siguen esquilmando los productos culturales
-con infracciones constantes de los derechos de los creadores- sin que
el Ejecutivo haya reaccionado, difiriendo los ajustes que precisan las
normas contra la depredación digital a una futura modificación de la Ley
de Propiedad Intelectual. Otro destrozo por omisión. La música y el
cine pagan un altísimo precio por este descontrol incívico que en
diciembre de este año al ministro Wert le evocó una España digital comparable a Somalia. De aquellas palabras, sólo quedan olvidos.
Tampoco el mecenazgo
Por lo demás, tampoco Educación, Cultura y Deportes ha logrado introducir en la agenda con verosimilitud un anteproyecto de ley de mecenazgo porque
según el ministro “toda medida que implique una pérdida de ingresos del
Estado hay que estudiarla por delante y por detrás”, después de afirmar
que “este país va a salir adelante de la crisis exportando y una de las cosas que se pueden exportar es la cultura” (ABC,
de 27 de septiembre pasado).
Cierto, pero lo están haciendo imposible,
como imposible hace esta política de rapiña y recorte -no precisamente
de gasto corriente, sino generadora de empleo y riqueza- que la marca España salga a flote (¿qué piensa el comisionado Carlos Espinosa de los Monteros?).
Porque tal marca será real si en el concepto material que comporta se
incorporan la alta tecnología, la internacionalización de nuestras
empresas que bancarizan y electrifican mercados emergentes, y,
desde luego, las industrias culturales con las que ya compiten países
como México o Colombia. Frente a la protección de Francia –sello de la
política de todos los partidos galos- a la francofonía y de Gran Bretaña a su espacio de expansión idiomática -la Commonwealth-,
aquí se hace todo lo contrario.
El cine español está pidiendo una
financiación a la francesa y no hay modo. Y así otras muchas
manifestaciones culturales. Sólo parece salvarse, y con estrecheces, el Instituto Cervantes. Los insidiosos sospechan que el rescate de ese organismo se debe a que García Margallo en Exteriores dispone del peso político que no hay en Cultura.
La supresión del canon digital
Uno de los peores errores cometidos por este Gobierno ha sido, sin duda, la
supresión del canon digital y su sustitución por una partida
presupuestaria para compensar a los creadores cuyas obras son copiadas.
El canon digital se articulaba como un sobreprecio a los soportes de
reproducción que pagaban aquellos que los adquirían. La justicia
europea, y más tarde específicamente la francesa, han avalado la legalidad del canon digital,
pero han establecido que debe discriminarse sobre quienes están
obligados al pago: sí las personas físicas, pero no las empresas, los
profesionales y las Administraciones públicas.
Con establecer un ajuste
normativo, bastaba. Pero el Gobierno quiso compensar el reglamento de la
ley Sinde con la supresión del canon para apaciguar a los
colectivos de internautas. El resultado es que el antiguo canon lo
pagamos todos y no solo los adquirentes de tecnología de reproducción.
Aunque todas las entidades de gestión europeas han denunciado la medida,
el Ministerio -o la secretaría de Estado de Cultura, para ser más
precisos- no se ha inmutado, y ha calculado que el perjuicio a los
autores por la copia de sus obras será de cinco millones de euros frente
a los 115 de recaudación del canon digital en el ejercicio precedente.
Un carga presupuestaria innecesaria (Noruega se la puede permitir,
España no) y que, además, expolia de hecho a los titulares de derechos
de autor cuyas obras son reproducidas en soportes digitales.
La tesis
según la cual ya no se copia porque todo está en la nube digital no deja de ser un filibusterismo dialéctico para no reconocer que se está creando un auténtico proletariado de autores y creadores.
Porque el coste por español de la compensación por copia es menor que
0,15 céntimos en España, a la altura de Rumania, Grecia, Bulgaria o
Burkina Faso, muy lejos de los 2 euros per capita de Francia, Alemania o Bélgica, y también inferior a Portugal o Canadá.
España, efectivamente, no es Somalia, pero a veces lo parece.
Lo que se está haciendo presupuestaria y fiscalmente con la cultura y
la investigación es de una torpeza y miopía políticas que sobrecoge,
porque con la primera se hace identidad nacional, riqueza y comunidad de
países hispanos, y con la segunda se avanza en todas las ramas de la
ciencia y se progresa. Y en ambos casos, se innova. Aquí seguimos
con lo viejo -un Estado paquidérmico que los partidos se resisten a
adelgazar-, y regresamos al que “inventen ellos”. Algo estará ocurriendo
cuando autores, creadores y rectores universitarios unánimemente le
están diciendo al Gobierno que se confunde. Que España no es Somalia.
Fuente:
José Antonio Zarzalejos en el CONFIDENCIAL.