Hace unos días, en el transcurso de una comida con
un compañero, en un intento frustrado por diseccionar la dramática
situación de la ciudadanía española, me di cuenta de que sin los tintes
dramáticos, espero, que se le presupone a una anarquía, el mundo está
cada vez más cerca de sumirse en algo muy parecido.
La cuestión es que reflexionábamos en voz alta
sobre el impacto del gasto público a raíz de la reciente publicación de
los Presupuestos Generales del Estado, sobre los que ya di mi impresión
personal la semana anterior ("Los presupuestos de Napoleón Bonaparte"), y la consecuente respuesta de los ciudadanos ante el secuestro que supone que más de la mitad del gasto estatal se destine al mal llamado “gasto social”.
Las conclusiones a las que llegábamos tenían un común denominador, el monstruoso tamaño de las Administraciones de medio mundo es la causa directa de la crisis de deuda y déficit. La otra mitad de la humanidad acabará llegando tarde o temprano a la misma situación, y, si no, tiempo al tiempo.
Por ordenar un poco el hilo, para que exista gasto
público tiene que haber ingreso, aunque desde el invento de la deuda ya
no hace falta ni eso.
En cualquier caso, el ingreso se establece sobre
una base de previsión de crecimiento. En ausencia de inversión, lo que
nos dice el Estado es que el crecimiento se basará en la aportación
exterior y en una recuperación del consumo, componente en el que más
dudas surgen.
En las economías maduras, el consumo aporta
alrededor de dos terceras partes del crecimiento. Resulta obvio que
trasladando a 2014 un patrón actual de empleo como el actual asentado en
la destrucción neta y la precariedad y con una deflación salarial más
que evidente, pese a que Montoro diga que lo que realmente existe es una
desaceleración, el consumo seguirá mostrando la misma debilidad
que la observada hasta ahora y su ajuste hay que mirarlo sobre la base
de un ciclo mínimo de una década.
Eso significa que el motor de la economía no existe
y que, por tanto, en ausencia de un crecimiento robusto, el gasto
seguirá secuestrado por aquellas partidas que son de cobertura pública, y
que como mencionaba anteriormente, suman algo más de la mitad del gasto
presupuestado. Pero ¿y el resto?
El resto del gasto es lo que sustenta esa Administración obesa que se llama Estado.
Los españoles, queramos o no, tenemos que sufragar con impuestos gastos
que objetivamente no se deberían dar. Las subvenciones, los subsidios,
las ayudas,... son muchos los agujeros de esta barca que hace agua, pero
sin duda las partidas de educación y sanidad son posiblemente las más delicadas, pues mencionarlas siempre enerva al pópulo, lo cual ocurre porque no existe libertad. El triunvirato de la polémica lo completarían las pensiones, pero como la movilización de sus perceptores es más complicada, no generan el mismo debate salvo que sea tiempo electoral.
Cuando uno enferma no lo hace porque libremente
quiere adoptar ese estado. Eso que es una obviedad choca con algo que
debería ser recíproco, es decir, que la única libertad que debería tener un enfermo es la de poder elegir su
centro, su doctor e incluso las opciones de tratamiento dentro de las
alternativas posibles. Lo fácil para rebatir esa idea es irse a un caso
extremo antes que adoptar el medio, que es el más común. Es como asociar
siempre un parte de daños de un automóvil a un siniestro total siendo
el mismo el menos habitual de una aseguradora.
La libertad de elección de los ciudadanos
debería estar en la creación de centros especializados, convencionales,
de cercanía, etc., y no en la titularidad de los mismos. Pero,
sobre todo, en la libertad de disposición de los recursos líquidos, que
en su mayor parte son los salarios, sobre los que ya de partida se
confisca una gran parte vía cotizaciones sociales y retenciones, que
nunca se recuperan en su totalidad.
No, la sanidad pública no es gratuita.
Por favor, que la gente se lo grabe en la cabeza y deje de corear la
pancarta. El doctor, el cirujano o el celador trabajarían igual en otra
empresa cuyo servicio debería ser igual, pero su sostenibilidad mayor,
si se reformulara el concepto de austeridad y control frente a dispendio
y gasto descontrolado.
El coste actual entre ambos servicios ofrece un gap enorme porque lo público ofrece una competencia que siempre es desleal.
Si desapareciese de la escena el gestor estatal, los costes se
ajustarían en proporciones sorprendentes, de forma que la capacidad de
pago se vería incrementada por el hecho de que, paralelamente, los
ciudadanos deberían percibir sus rentas íntegras y sin confiscación
alguna.
Con la enseñanza pasa algo parecido.
Dicen que existe libertad de elección de centro. Si eso es así, lo cual
es rebatible, ¿por qué cuando se tienen recursos nadie elige
determinados centros? Ah, porque están destinados a los que no tienen
recursos, es decir, son marginales. Entonces no hay libertad de elección, sino una elección condicionada a unos medios,
que repito ya han sido de alguna manera recortados y confiscados para
que el Estado tome decisiones con las que en la mayoría de los casos no
estamos de acuerdo.
Es curioso preguntarle a un implicado, pero las veces que lo he hecho siempre me doy cuenta del error de su discurso. La cuestión no es si debería haber más sanidad o enseñanza pública, sino mejor de ambas. Y aquí se les cae el debate.
Por eso las huelgas no se hacen en beneficio de los ciudadanos, se hacen en beneficio de los propios trabajadores que temen por sus empleos, por sus condiciones y por sus beneficios personales, que son los que otorga ese pésimo gestor que es el Estado.
Es legítimo porque es un derecho, pero por eso mismo no deberían
confundir el verdadero mensaje ni hacer lo propio con la masa social.
El debate es largo porque el papel del Estado es largamente cuestionable.
No es el tutor de los ciudadanos. No es el que debe tomar las
decisiones, ni guiarlas, ni sesgarlas, que es lo que ocurre en la
actualidad. En muchos ámbitos, ni siquiera debería ser complemento de
nada. Complemento de qué. Tiene sentido que los poderes públicos
gestionen aeropuertos, hospitales, empresas, centros de salud, colegios…
Por favor, ¡no tiene ninguno!
Desde un punto de vista estrictamente etimológico, la anarquía se entiende como una ausencia de poder público.
Efectivamente, porque la labor pública debería centrarse en la
administración de aquellos recursos limitados o escasos, al margen de
los cuales debería tener una intervención residual.
Un ejemplo, el suelo. Es escaso, es
limitado y no es reproducible. En ese caso, tiene sentido que exista un
orden en el uso para evitar que, por ejemplo, se construya en una zona
protegida de alto valor ecológico o simplemente que el más fuerte se
apropie del mismo con un fin distinto del que se le presupone. En zonas
urbanas, tiene sentido que se ordene y se dé garantía sobre el terreno
disponible. A partir de ahí, cada uno debería ser libre de hacer con ese
derecho adquirido lo que le viniera en gana, sin entrar por supuesto en
conflictos morales o éticos de primer orden. Al fin y al cabo, eso es
lo que todos repetimos que hacemos en nuestra propia casa.
Y esa debería de ser la función social de un Estado. No
habría gasto social, al menos desproporcionado, porque existirían unas
figuras ocupadas de proporcionar ese gasto en competencia de precio y
servicio. Se produciría un encuentro natural entre los agentes,
de forma que la oferta y la demanda encontrarían equilibrios racionales
siempre bajo la tutela de un concepto de justicia que igualmente
debería ser independiente, cosa que también es cuestionable.
¿De dónde sale mi idea de anarquía? Muy sencillo. Llegará un momento en el que los ciudadanos,
los de cualquier país, hartos de pagar impuestos, de ver cómo su
esfuerzo físico e intelectual se aplica en proporción mayor a mercados
competitivos con escasa reciprocidad desde la centralización, sentirán la necesidad de dejar de contribuir a engordar la estructuras desfasadas y desproporcionadas.
Querrán dejar de sentirse ahogados por gestores que nunca deberían
haberlo sido. Desearán hacer un uso libre de sus recursos y empezarán a
plantearse que el muy elevado grado de regulación, de imposición, de
fiscalidad, en definitiva, la persecución a la que se ven sometidos, no
es soportable y dejarán de cumplir sus compromisos como vía de escape hacia una verdadera libertad.
Fuente: EL CONFIDENCIAL