Urge que los monárquicos se abstengan de defender al Rey.
Así quedarían marginadas por unos meses las zarandajas con que ocultan
su inmovilismo y los diputados podríamos ponernos a realizar los cambios
legales que necesitan la institución y el país.
Los huesos envejecen como lo hacen las leyes. Un Rey que va de buen grado al taller cuando su cadera deja de funcionar ha de juzgar razonable que los mecánicos del Congreso revisemos la pieza legislativa clave para el buen funcionamiento de la monarquía: el Título II de la Constitución.
En él los constituyentes previeron distintos supuestos, como la inhabilitación, la regencia o la abdicación del monarca.
Podían sentir una enorme devoción por el Rey, pero eso no les impidió
darse cuenta de que es humano, un hecho que se presenta brumoso ante los
ojos de los más sentidos apologetas de la monarquía. En cuanto el
debate ha salido a la palestra, han sentenciado que no es necesario
hacer nada. Creerán que con su conservadurismo defienden la institución,
cuando lo único que consiguen es paralizarla e impedir una evolución
que debiera haberse producido hace tiempo. Se corre el riesgo incluso de
que llegue a ser inoperante.
El
gran fallo de la Transición reside en lo que ocurrió después. Concebida
para transitar, como su propio nombre indica, todo lo que se cambió en
aquellos años ha acabado fosilizado, como muchos artículos de la
ConstituciónLa Constitución establece (artículo 59),
la regencia del príncipe heredero si se inhabilitara al Rey. Sin
embargo, nada se dice sobre quién estaría legitimado para iniciar el
procedimiento de inhabilitación o cómo debería llevarse a cabo.
¿Mediante una declaración judicial? ¿A través de un acto parlamentario?
¿Con una ley orgánica? Entre las más bonitas paradojas que he visto
últimamente se encuentra esta: si la inhabilitación se hiciera por ley,
¿cómo podría el Rey sancionar su propia inhabilitación, estando
inhabilitado?
Habrá que darle una vuelta a todo esto porque, más
allá de trabalenguas, no cabe duda de que conviene regularlo, al margen
de que uno tema o no que el Rey sea incapaz de hacer su trabajo el día
menos pensado.
Lo mismo puede decirse de la abdicación o la
renuncia. Los constitucionalistas debaten sobre si sería exigible una
ley orgánica para cada caso o bastaría una regulación general que en el
caso específico se resolviera con un acuerdo parlamentario.
Soy de la
opinión de dar a la monarquía una mayor impronta parlamentaria, pero
sobre todo creo que es urgente debatir estas cuestiones concretas. Los
países estables lo son por su capacidad de anticipar situaciones graves
que pueden ocurrir. Tenía mucha razón Bertrand Russell
cuando aseguraba que "la civilización es la capacidad de prever". Y esto
vale para cualquier crisis: desde un relevo en la jefatura del Estado
hasta un huracán.
Conviene evitar que el estropicio llegue a la
institución sólo porque una pandilla de inmovilistas aferrados al tabú
han decidido que siga siendo el Rey quien desarrolle con su práctica
diaria el Título II. No conseguirán más que crearle problemas a él y al
país.
Que no se haya desarrollado esta regulación hasta ahora es la demostración cristalina de que el gran fallo de la Transición
reside en lo que ocurrió después.
Concebida para transitar, como su
propio nombre indica, todo lo que se cambió en aquellos años ha acabado
fosilizado, como muchos artículos de la Constitución. Erigir las
instituciones correspondientes constituye la parte más sencilla de la
construcción de una democracia. Lo complicado es alimentarlas, dejarlas
evolucionar, vigilarlas siempre para que, tanto los cambios legales como
las pequeñas prácticas cotidianas, se encaminen siempre hacia una
profundización democrática.
Como no se ha hecho, todos nos hemos
fosilizado un poco y así vivimos: respirando el aire de hoy protegidos
por el caparazón de ayer. Si tan sólo en algún aspecto de un único
asunto, por un pequeño día, los dinosaurios se echaran a dormir...
Irene Lozano de EL CONFIDENCIAL
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