Paul Volcker, el proverbial expresidente de la Reserva Federal, publicó en 2005 -antes de que estallara la crisis financiera- un artículo en The Washington Post titulado: "La economía, sobre hielo delgado". Volcker advertía de que debajo de la superficie tranquila del lago sobre la que se deslizaban los patinadores se escondían, en realidad, tendencias preocupantes: desequilibrios enormes y riesgos derivados de una política monetaria tan expansiva que había creado una gran burbuja de crédito. En particular, por la falta de ahorro de EEUU, que cada año estaba en la obligación de pedir prestado al mundo decenas de miles de millones de dólares para mantener elevado su nivel de vida (un 50% de renta mayor que España).
Alan Greenspan era, por aquel tiempo, lo más parecido al mesías monetario, y pocos repararon en las heterodoxas ideas (en realidad eran pura ortodoxia) del economista que dirigió la Reserva Federal entre 1979 y 1987, y que con más de 80 años vio lo que otros apenas intuían.
Volcker ganó la partida de la credibilidad frente a la marea de analistas y crédulos que se derretían cada vez que Greenspan decía a los mercados lo que querían oír (como ahora han hecho las autoridades y los medios de comunicación españoles a propósito de los Juegos Olímpicos). Y ganó la batalla de la credibilidad no sólo por sus profundos conocimientos del sistema económico norteamericano, sino, sobre todo, porque estaba ya fuera de la Reserva Federal, lo que le permitía analizar los fenómenos económicos con mayor objetividad y rigor económico.
Es decir, justo al revés de lo que suele suceder a los políticos y altos funcionarios del Gobierno de turno, cuya mirada está contaminada por lasurgencias electorales. Sólo eso explica, mejor que ninguna otra cosa, el empeño de Madrid por organizar (por cuarta vez) unos Juegos Olímpicos.
Se ha tratado de un empecinamiento político -sólo político- que desafiaba algunos de los más elementales principios de la economía, como es larentabilidad de las inversiones, tanto públicas como y privadas. Y el hecho de que no se hayan concedido los Juegos Olímpicos -con una derrota clamorosa (la tercera consecutiva)-, no impide hacer un análisis crítico de su utilidad. Si Madrid hubiera ganado, también habría que haberlo hecho igualmente. Los argumentos no cambian en función de quién sea el ganador.
Organizar los Juegos en la España actual y con lamentable arquitectura institucional del país, hubiese sido una mala idea económica. Aunque, evidentemente, a corto plazo hubiera inyectado toneladas de optimismo. Sin duda merecidas por la ciudadanía.
Cohesión territorial
Básicamente, por una razón. Uno de los problemas específicos de España -al margen de algunos desequilibrios macroeconómicos que todavía subsisten- tiene que ver con la cohesión territorial. Junto a regiones competitivas y de alto nivel de renta en relación con Europa (Madrid, Cataluña o País Vasco) permanecen territorios con buenas infraestructuras, pero inviables por ausencia de actividad económica. Lo cual es todavía más preocupante en un Estado ampliamente descentralizado en el que cada autonomía se ha convertido en un 'miniestado', pero sin la masa crítica suficiente para asumir el gasto sanitario o en educación (las dos terceras parte del presupuesto).
Éste es el caso de la España interior o de Extremadura (más de la mitad de territorio), cuyo futuro es algo más que oscuro. Fundamentalmente, como consecuencia del polo de atracción que suponen las dos grandes urbes del país (Madrid y Barcelona), que no solamente consumen la mayor parte de la inversión pública, sino que arrebatan la inmensa mayoría de la inversión extranjera.
Hay un dato que a menudo pasa inadvertido, pero nada menos que el 84% de la inversión extranjera directa (la que realmente importa) llega a Madrid y Cataluña. O dicho en otros términos, tan sólo el 16% de los 13.000 millones de euros que llegaron a España del extranjero el año pasado para invertir en elsistema productivo (no se trata de inversión en cartera) se lo tuvieron que repartir las quince comunidades autónomas restantes, algo que explica las crecientes diferencias interregionales en términos de capital humano y físico. Sólo con ver el ránking de las mejores universidades del país, se observa dónde se corta el bacalao del conocimiento en España (salvo algunas excepciones).
Lo curioso del caso es que ambas comunidades representan el 36,8% del PIB de España, lo que significa una evidente sobrerrepresentación en cuanto a captación de inversión extranjera. Lo peor, sin embargo, es que la distancia tenderá a ensancharse en los próximos años.
La organización de unos Juegos Olímpicos, a priori, no es ni buena ni mala (al margen del aspecto puramente deportivo). Su virtud dependerá de tres factores: la oportunidad histórica, la gestión económica de los recursos públicos disponibles, y, por último, su contribución a la cohesión territorial.
Parece evidente que España cumplía la primera de las tres condiciones. El país necesitaba -necesita- un golpe de optimismo tras un quinquenio en crisis que se ha llevado por delante casi cuatro millones de puestos de trabajo. Pero no es el caso del resto de condiciones. Hay fundadas razones para sospechar (ahí está el fortísimo endeudamiento generado en los últimos años) que si España no cambia su sistema de representación institucional (la baja calidad de nuestra democracia), el resultado económico hubiera sido un fiasco.
Unos Juegos Olímpicos organizados por políticos mediocres conducen inevitablemente al fracaso económico, y no hay razones para pensar que las cosas iban a ser distintas. Al menos hasta que no se solucione el marco institucional en el que se desenvuelve la política madrileña y española. Sólo hay que ver el dossier que presentó Madrid 2020 al COI para observar quién se beneficiaría de las infraestructuras. No un territorio degradado social y económicamente, como sucedió en Barcelona que abrió la ciudad al mar, sino algunos de los nuevos planeamientos urbanísticos vinculados a los reyes del ladrillo.
El mito del efecto frontera
El tercer factor que puede aconsejar las organización de unos Juegos Olímpicos es el equilibrio territorial, y el hecho de que se fueran a celebrar en Madrid (la comunidad con mejores infraestructuras del país) sólo hubiera ayudado a desequilibrar un poco más la balanza a favor de la capital, ya suficientemente dotada de infraestructuras. El llamado ‘efecto frontera’, en contra de lo que suele decirse, tiene un impacto muy limitado sobre los territorios contiguos, como se demuestra en las dos castillas.
Hay otra razón que hubiera desaconsejado la organización de los Juegos Olímpicos. La economía de un país no puede funcionar a golpe de la feliz idea del político de turno. Ahora, una Expo (Sevilla y Zaragoza); ahora, unos Juegos Olímpicos (Barcelona y Madrid); ahora, un aeropuerto (medio centenar en todo el país); ahora, un parque temático (Terra Mítica); ahora, unos casinos (Eurovegas) o ahora, unos trenes de alta velocidad (la segunda potencia mundial) que han endeudado al país hasta niveles insoportables, y que han obligado a subir los impuestos para poder financiar gasto corriente, no nuevas inversiones que multipliquen la actividad económica.
Esta política económica espasmódica (con escasos proyectos a largo plazo capaces de identificar los nuevos yacimientos de empleo y fijar las vías por las que debe circular un nuevo modelo productivo) es consecuencia, sin lugar a dudas, del cortoplacismo con el que se hacen las cosas. Y Madrid 2020 no es más que el reflejo de esa forma de hacer política. Sin duda, respaldada por una opinión pública demasiado complaciente. A la que de vez en cuando se le embarca en proyectos suicidas de la mano de medios de comunicación dóciles con el poder que en la mayoría de los casos se han ganado a pulso su crisis. Y el hecho de que se eligiera a una empresa de márketing (no a un gabinete de análisis demoscópico creíble) para que dijera que el 91% de los ciudadanos estaba encantado con los Juegos, no es más que la prueba del nueve de la chapuza.
Un país no puede crecer a golpe de ocurrencia o evento deportivo, y sí lo hace está condenado al fracaso. Probablemente, la mejor lección que deben aprender las autoridades de lo sucedido en Buenos Aires es que una tasa de paro del 26% dice muy bien lo que somos. O incluso, los 7.455 millones de euros que debe el ayuntamiento de Madrid. Ésta es la realidad.
Fuente: EL CONFIDENCIAL
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