En el mercadillo navideño de una capital andaluza, un puesto de ostras anuncia con un gran cartel que el cava que sirven es de Extremadura.
"Para nosotros -explica el dueño del local- ha sido una gran sorpresa
porque, desde el primer día, se acercaban clientes y, antes de pedir
nada, nos preguntaban de dónde era el cava. 'De Cataluña, claro', les
contestábamos y ahí se acababa la conversación; al instante se
levantaban de la mesa.
‘No queremos productos catalanes. ¿No quieren la
independencia? Pues que les den...’ Tantos clientes llegaron con la
misma cantinela que, antes de que el negocio se fuera al traste, el
propietario del puestecito de ostras y cava decidió cambiar el cava
catalán por uno extremeño. Y todo comenzó a funcionar con normalidad, ya
no hubo más desplantes”.
¿Sólo
una anécdota? Es de esperar, sí, que sólo haya sido la fatal
coincidencia de unos tipos, en el mismo bar, la misma semana y la
preocupación lógica del propietario. "Tiene que ser una coincidencia",
le explico al dueño. "Lo normal es que la gente no sea así; se puede
estar en contra del nacionalismo catalán, pero sin llevarlo a esos
extremos.
Aunque en España somos muy dados a ese tipo de agravios internos.
A algunos, por ejemplo, les molesta oír a su lado a alguien hablando
catalán, pero les fascina un grupo de italianos, de franceses o de
ingleses, de forma que es inimaginable que nadie conteste en catalán
pero, ante los otros, se esforzarán hasta el ridículo con la lengua
extranjera.
Como esas ostras que traes, que son de Bretaña o de
Normandía, y nadie se escandalizará porque no consumamos ostras
españolas. Se fijarán sólo en la calidad, no en la procedencia. Y ese
debe ser el único criterio, claro". El dueño del bar asiente, pero no le
veo muy decidido. Sigue convencido de que el personal está muy quemado
con Cataluña y no piensa volver a comprar cava catalán.
"¿Cava? De
Huelva o de Extremadura, que además son más baratos".
De
vuelta a casa, he encendido el ordenador para conocer si alguien ha
puesto en marcha, como en otros años, una campaña de boicot a los
productos catalanes y me sorprendo en Google porque cuando sólo se han
tecleado las cuatro primeras letras de la palabra ‘boicot’, el sistema
ya remite a una lista interminable de páginas sobre el boicot a los productos catalanes.
El boicot no se refiere a ninguno otro, sólo ‘boicot a los productos
catalanes’. Entre las muchas referencias, una reciente que informa de
una aplicación de móvil para poder identificar los productos que vienen de Cataluña.
Y luego, muchas más. ¿Qué está pasando?
En
Cataluña -dice un amigo de Barcelona- ya no hay debate, con los
compañeros de trabajo, con los amigos, con la familia… Ya no se puede
dialogar porque el deseo de independencia lo justifica todo, lo tapa
todo. Pasan
los días y coincido en una cena de Navidad con un amigo de Barcelona
que se muestra abatido. “En Cataluña -dice- ya no hay debate. Con los
compañeros de trabajo, con los amigos, con la familia… Ya no se puede
dialogar porque el deseo de independencia lo justifica todo, lo
tapa todo”.
Y añade que el discurso único que se ha instalado en la
mayoría de la sociedad catalana suele repetir la consigna que resuena en
muchos parlamentos, en muchos artículos de prensa, en muchos foros: “El
problema no lo tiene Cataluña, lo tiene España; España tiene que
seducir a Cataluña sí no quiere la confrontación de trenes. La realidad es la que es, Cataluña se ha hartado de España”.
Realidades
confrontadas que no se entienden ni se escuchan; ni unas ni otras. Cada
cual puede armarse de razones para confrontar con el otro, y ese debate
siempre se proyecta como una extensión al infinitito. Yo sé que fuera
de Cataluña la reivindicación y el agravio independentista sólo se
explican como un lamento de ricos. Yo sé que la historia independentista es inventada, que sólo existe una historia común en España a lo largo de tres milenios.
Y sé también de muchos catalanes que sólo aspiran a vivir con su
identidad, sin cortapisas.
Entre unos y otros se ha instalado el boicot,
la rabia, el desencuentro; realidades fomentadas por radicalismos que
construyen su día a día con esa espiral de odio irracional que ya
existe, que ya se palpa en la calle. Se mire por donde se mire, no
existe final feliz en esas dinámicas. Que no. Pero, por una vez, seamos
inocentes, confiados, y pensemos que llegará el día en el que todo se
vuelva lógico, racional.
Que uno de estos días, en el atril de algún
parlamento, un dirigente político repita aquellas palabras de Azaña
en la solemne tribuna del Congreso de los Diputados: “Me he impuesto la
disciplina, el deber y el sacrificio de tragarme mis sentimientos
personales, mis inclinaciones y mis devociones más íntimas, para inmolar
todo lo que es personal en aras del servicio público”.
¿Boicot
al cava? ¿Odio a España? Con la inocencia de estos días de Navidad,
soñemos con la inmolación de las pasiones irracionales. Desterremos esas
iras. Lo de Azaña, inmolar todo lo que es personal en aras del servicio
público, que somos todos, que eres tú, que soy yo. Es eso, sí. Lo demás
sólo nos conduce al abismo.
Fuente: Javier Caravallo EL CONFIDENCIAL.