Esta vez (*) no voy a hablar de ciencia ni políticas de I+D; lo
retomaré en el próximo post. Esta vez voy a hablar de lo que ocurre en
mi casa, y que refleja lo que con toda seguridad está ocurriendo en
muchos otros hogares, porque en el día de hoy la verdad es que no puedo
pensar en otra cosa.
Ayer me despedí de mi hija. Emigra en busca de un futuro que no ha
podido encontrar en su país y que la sociedad, o sus padres, no le ha
sabido dar.
Es extraordinariamente frustrante para un padre ver marchar a sus
hijos, pero mantenerlos a costa nuestra no es opción porque supondría
llevarles a una situación en la que quedarán atrapados sin futuro.
Vivir en el extranjero ni es nuevo para ella ni le intimida, porque
en los últimos 5 años ha vivido y trabajado en Canadá, Francia e
Inglaterra, pero entonces se trataba de mejorar sus cualificaciones
profesionales. Ahora se trata de rebelarse contra quienes se refieren a
su generación como la generación perdida. Marchar le ha costado quedarse
sin pareja, por lo que el llanto, apagado, que oía por la noche desde
mi cama, se me hacía aún más amargo.
Como muchos jóvenes de su edad, mi hija ha completado su formación
profesional con el paso cambiado. En la primavera regresó a España con
la intención de buscar un empleo en España, en lo que fuese pero a poder
ser "de lo suyo". Consiguió algunas entrevistas de trabajo, pero las
condiciones siempre eran abusivas: salario de becario, 400 € al mes,
para una persona con una licenciatura, un master, que domina cuatro
idiomas y con experiencia laboral en el extranjero. Estos sueldos no le
darían ni para comer ni para alquilar una habitación en las ciudades
donde le ofertaban estos empleos. Tendría que tener una ayuda de sus
padres, a lo que, por supuesto, estamos dispuestos. Pero ella no quiere
seguir dependiendo de nosotros, con una ayuda que, de hecho, estaría
subsidiando a los empresarios que abusan de nuestros jóvenes.
Este verano han pasado por casa, para despedirse, muchos amigos
suyos. Sus conversaciones siempre giraban en torno a lo mismo: la
depresión de la crisis, los despidos o el miedo a ser despedido, los
abusos de los empresarios que, aprovechándose de la crisis imponen
condiciones leoninas, despidiendo a buena parte de la plantilla para que
los "supervivientes" hagan el trabajo del resto, intimidados por la
amenaza de ir a la calle. Me pareció que se sienten culpables y quizá
-como a todos- algo de culpa les corresponde, pero no el peso excesivo
que estamos cargando sobre ellos.
En Mallorca, donde vivo, ha sido un año espectacular de turismo, con
cifras récord de viajeros e ingresos. Un amigo que tiene un restaurante
me dice que este verano ha hecho un 15 % más de caja. Sin embargo,
muchas empresas del sector han despedido a buena parte de sus
plantillas, de nuevo forzando al resto a asumir las tareas de los
despedidos, aprovechándose del miedo a perder el empleo para aumentar
sus márgenes de beneficios. ¿Es esto lo que ha conseguido la reforma
laboral?.
La mayor parte de sus amigos también emigraban, unos a Alemania -sin
saber alemán pero cargados de ilusión y desparpajo; otros a Uruguay,
para poder desenvolverse en español, otros a Canadá, Australia,
Inglaterra, Noruega... Estoy seguro de que muchos se han ido en
condiciones mucho más difíciles que mi hija o sus amigos, o que incluso,
queriendo hacerlo, no se hayan podido ir porque tengan dependientes a
su cargo a quienes no puedan abandonar.
La emigración no es nueva en nuestro país, pero pensábamos haberla
dejado atrás en el siglo XX y haberla cambiado por la movilidad
internacional. Pensábamos que nuestros jóvenes se formaban y maduraban
en un país moderno, avanzado, miembro destacado de la Unión Europea, con
euros en su bolsillo, y pujando por entran en el G8 ante el asombro del
mundo. Todo eso era una ilusión, un escenario de cartón piedra.
Como padre me siento inmensamente frustrado y fracasado. Los padres
siempre anhelamos que nuestros hijos conozcan una vida mejor que la que
nosotros tuvimos, y así ha sido al menos desde que la Guerra Civil nos
hizo tocar fondo. Ochenta años después estamos cayendo en barrena en una
involución económica y política que, ya lo escribía hace un año,
amenazaba con arrastrarnos por el túnel del tiempo hacia la España de mi
infancia en los años 1960, a la que ya estamos llegando en muchas
cosas.
También me siento frustrado como formador de jóvenes científicos,
aunque estos, estoy convencido, tienen un mejor futuro, porque el largo
período de formación de investigadores, que se completa al final de
treintena, supone que estos jóvenes, de la misma edad que mi hija, a
quienes dirijo tesis de doctorado y master, seguirán progresando como
científicos para -espero- completar esa formación cuando nuestro país
haya salido del hondo agujero en que se encuentra. Sin embargo, para
ellos no será fácil, y también habrán de ser duros y resistentes para
salir adelante.
Pero no se trata de compartir mis sentimientos como padre ni como
formador de jóvenes investigadores, sino de mis sentimientos como
ciudadano español. ¿Qué futuro espera a una sociedad en la que sus
jóvenes solo tienen la opción de desaparecer o amoldarse a condiciones
laborales las más de las veces abusivas y requiriendo del subsidio de
sus padres?
Los medios de comunicación les llaman, y me repugna que lo hagan, la
generación perdida. Pero ¿acaso no somos nosotros -los de mi
generación, nacidos entre 1950 y 1970- los del gran batacazo? Una
generación de irresponsables: los unos por lanzarse a la fiebre del oro
pensando que se vendían duros a peseta, los otros, entre los que me
cuento, por mirar para otro lado. Con un sistema político degradado
basado en partidos clientelistas que se alimentaban, y todos lo sabemos,
de la burbuja inmobiliaria y los pelotazos urbanísticos.
El objetivo de
la recaudación de impuestos para contar con abundantes presupuestos
para colocar a los del partido en empresas públicas municipales y
consejos de dirección y cajas de ahorro con sueldos públicos;
financiación ilegal de partidos y dinerito para el bolsillo de los más
descarados (basta ver las portadas de los diarios). Muchos declaran
ahora, pobrecitos, que las pasan "canutas" con sus sueldos públicos... y
es así porque ya no reciben los "extras" que a tanto oportunista trajo a
la política.
Basta recordar aquellas palabras, en una grabación de un
político que llegó, a pesar de ellas, a ser presidente autónomico y
ministro del Gobierno, diciendo que "yo estoy en política para forrarme"
(busquen esta cita en Google y sabrán de quien se trata).
También recuerdo otra grabación donde un empresario corrompía a un
político municipal prometiendo algo así como (no recuerdo la frase
exacta), que "te voy a asegurar el futuro a tí y a diez generaciones de
los tuyos". Repugnante, pero todos lo sabíamos, todos oíamos estas
palabras en los medios de comunicación.
Al menos la justicia está, pacientemente, haciendo aflorar esos
delitos, aunque lo que salga a la luz no sea más que la punta del
iceberg. Espero que también les llegue el turno a los colaboradores
necesarios: los banqueros, que en vez de tener que dar cuentas de su
actuación se deben estar riendo a carcajadas tras la publicación de los nuevos presupuestos del Estado en los que pagamos el rescate a los bancos a costa de nuestra salud y educación. Con ayuda de los políticos, que libraron a los banqueros de toda regulación efectiva.
Nadie pide perdón a nuestros jóvenes. Yo lo quiero hacer desde aquí, por la responsabilidad, quiero creer que poca, que me toca.
Acostumbrados a comulgar con rueda de molino, ya no nos da escalofríos saber que la cifra de desempleo entre nuestros jóvenes supera el 50 %
(sin contar, claro está, con los que ya se han ido, que son multitud).
Mientras la Roja siga metiendo goles y Cristiano esté alegre seguiremos
embotados y aceptando con resignación estos males que se nos han echado
encima, sin que nadie asuma responsabilidades y nadie pida perdón.
Hay quien se felicita, estúpidamente, de que muchos seguimos en
silencio, pero algo está cambiando. Ya no nos vale más de lo mismo, ya
no nos aplacan con mentiras calculadas, engaños burdos, eufemismos y la
cantinela de que lo que nos pasa es que hemos vivido por encima de
nuestras posibilidades y nos merecemos lo que pasa.
Deberíamos hacer todos un esfuerzo gigantesco para asegurar un futuro
a nuestra juventud, porque ese futuro es también el nuestro. Una
sociedad cada vez más envejecida que tendrá un porcentaje de jubilados
enorme que solo se podrá sostener con una población laboral dinámica y
productiva, la misma que estamos enviando al extranjero o arrinconando
en los hogares paternos. No veo otra solución al arranque necesario de
la creación de empleo en España que un nuevo movimiento de cooperativas
para la innovación, que debieran priorizar las iniciativas de nuestros
jóvenes, que tienen estupendas ideas, y apoyarlas con recursos públicos;
invertir en nuestros jóvenes es hacerlo en nuestro futuro.
Pero quienes deben utilizar nuestro esfuerzo, que son nuestros
impuestos, para fomentar políticas de empleo para jóvenes están de nuevo
distraídos en cálculos de sus miserables ventajas políticas. Nuestras
instituciones políticas siguen siendo lo de siempre: en una expresión
inglesa, el mismo circo con distintos payasos. Nada ha cambiado, pero es
imprescindible que lo haga.
Nos hemos dado el gran batacazo, pero pongámonos en pie, sacudámonos
el polvo y pongámonos a caminar, aunque para ello tengamos que librarnos
del enorme peso de la incompetencia política que en buena medida nos ha
traído a donde estamos.
Deseo que mi hija y todos los que como ella se han ido a la
emigración, sean felices y puedan en un futuro cercano regresar a su
país para contribuir, con su capacidad, a nuestro futuro.
Me gustaría cerrar este texto recitando a mi hija, y a todos los
jóvenes de su generación que, como ella han emigrado, el poema de José
Agustín Goytosolo, Palabras para Julia; pero es mejor que lo escuchen cantado por Paco Ibáñez en su concierto en el Olympia de París.
* Carlos M. Duarte que es Profesor de Investigación, CSIC, en el Instituto Mediterraneo de Estudios Avanzados ( IMEDEA )