domingo, 20 de enero de 2013

POR UNA REPÚBLICA ESPAÑOLA PRESIDENCIALISTA



 

Por Enrique de Diego.- La República es intelectualmente superior a la monarquía. 


Desde el punto de vista teórico, la República es conveniente, deseable y la fórmula que se identifica de manera más plena con el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. La República responde al principio de igualdad de todos ante la Ley. Nadie nace en una posición superior a los demás. No establece discriminación, ni privilegio. Cualquiera puede llegar a ser presidente. No es preciso situar a éste en zona de exclusión respecto al imperio de la Ley, sino que, al contrario, ha de ser ejemplar en cumplirla y hacerla cumplir.


La República no precisa generar una aristocracia, una casta parasitaria, sobre la que sustentar su estabilidad, pues se dirige directamente a la voluntad popular.


En el terreno de lo práctico, es notorio que ha habido repúblicas ineficaces, y algunas –como las comunistas- manifiestamente contrarias a la libertad personal. No vale, ni es viable cualquier república. Aunque la idea republicana sea superior a la monárquica, no es buena en sí, precisa de marcos adecuados y eficaces. Ha de estar relacionada con otra serie de principios, sin los cuales la democracia degenera o es pura ficción. Ha de compaginarse indefectiblemente con la división de poderes. Eso implica que la elección del legislativo, el Parlamento, y el ejecutivo, el presidente, han de ser distintas, y los legisladores han de tener plena representatividad personal, relación directa entre electos y electores, de forma que la cámara parlamentaria ejerza sus funciones de control.


Los parlamentarios han de ser elegidos a través de distritos uninominales. Eso conlleva una apuesta clara por la moderación, pues el candidato ha de esforzarse por conseguir el mayor número de votos y, por tanto, ha de dirigirse hacia las zonas templadas y mayoritarias del electorado. Esa fórmula permite la relación directa entre el representante y el representado, pues el político no depende, de manera decisiva, de las burocracias partidarias, sino directamente de los votantes, que votan a las siglas pero mucho más a las personas. Esos parlamentarios se deberán a los intereses y criterios de sus electores y, por tanto, estarán en condiciones de servir como auténtico contrapoder al ejecutivo.


Ninguna democracia ha sobrevivido a ninguna de las fórmulas partitocráticas devenidas del nefasto sistema proporcional. No lo hizo la República de Weimar, cuyo sistema proporcional permitió el ascenso del nazismo, hasta la toma definitiva del poder en 1933. Ni la IV República francesa, ni el corrompido sistema italiano que pivotó sobre la Democracia Cristiana y que se llevó por delante a ese partido.


El fracaso de la IV República francesa es altamente significativo. Su sistema electoral proporcional impidió la formación de gobiernos estables. El presidente era una figura decorativa y también carecía de poder el primer ministro. Lo que De Gaulle definió como “el ballet de los partidos” hizo que la toma de decisiones se hiciera prácticamente imposible, sobre todo cuando podían resultar impopulares. 


Los partidos tendían a eludir responsabilidades o a endosárselas a los compañeros de coalición; al tiempo, de manera compulsiva, eran proclives a respuestas emocionales que consideraban respaldadas por la opinión pública, como la guerra de Indochina que se resolvió con la derrota francesa en Dien Bien Phu (1954) o los vaivenes, cortoplacistas, de la inoperancia a la extrema dureza en la Argelia francesa, que fue el escollo en el que terminó encallando la IV República.


En 1958, el general Charles de Gaulle, llegado al poder por exigencia de los militares, y con Francia al borde de la guerra civil, sometió a consulta una Constitución –aprobada por 17,5 millones de votos contra 4,5- que Paul Johnson define como “de lejos la más clara, la más consecuente y equilibrada que Francia había tenido jamás”. 

Polarizó la política francesa en dos grandes bloques, izquierda y derecha, “y obligó –explica Paul Johnson- a los votantes, en la segunda vuelta, a adoptar decisiones inequívocas. Reforzó al ejecutivo y le permitió adoptar decisiones con autoridad y aplicar medidas consecuentes. Sobre todo el sistema de elección de presidente de 1962, aprobado por 13,15 millones contra 7,97 millones, otorgó al jefe del Estado, más allá de los partidos, un mandato directo que emanaba del electorado”.


Es bien sencillo de entender y no hay que perder mucho tiempo en explicarlo: el sistema proporcional fragmenta la representación y favorece a los grupos minoritarios, dificultando la formación de gobierno, salvo mediante arduas y gravosas negociaciones con grupos muy escasamente representativos, que pasan a ser decisivos.


De esa manera, se prima al minoritario y al radical. Los grupos mayoritarios tenderán necesariamente a intentar competir por el mercado electoral de esos grupos y, por supuesto, a modificar sus criterios de forma que esos pactos sean posibles, con lo que todo el sistema se va corrompiendo y radicalizando. 


El sistema electoral español, con la nefasta coyunda del sistema proporcional corregido de asignación de escaños, más la provincia como circunscripción electoral, impide, de hecho, la consolidación de un tercer partido nacional, mientras permite que los partidos separatistas eludan el castigo al tercer partido concentrando el voto en unas pocas circunscripciones, con lo que se convierten en la bisagra de la estabilidad de una nación a la que pretenden destruir y de la que aspiran a secesionarse. Se puede pensar un absurdo mayor, pero resulta difícil.




La clave de la República es que el presidente no dependa de la voluntad de los partidos, sino que su representatividad sea obtenida de todo el cuerpo electoral nacional; que la República sea presidencialista. Un presidente de la República elegido en votación directa por toda la nación no dependerá de los grupos minoritarios radicalizados, ni mucho menos de los separatistas. No es chantajeable por ninguno de ellos, su legitimidad de origen y su potestad es plena (mientras el monarca siempre está al albur de que se cuestione su difusa legitimidad).


Durante cuatro décadas, los españoles han sido sometidos a una pertinaz propaganda monárquico-juancarlista, en la que no se ha establecido límites para la decencia. El reinado juancarlista ha sido presentado, sin rebozo, como una concatenación de proezas y milagros, elevando el oportunismo a la categoría de épica hazaña. Para perpetrar esta singular impostura han tenido que coincidir dos líneas estratégicas: el silencio informativo, con todos los registros, desde la autocensura a la oscura coacción, y la complicidad interesada de la nueva aristocracia, de la casta parasitaria.


Lo que se conoce por izquierda, residuos y detritus del socialismo real, se vendió, al comienzo de la malhadada transición, por mucho más que un plato de lentejas, por un extenso botín y la patente de corso para expoliar a modo a las clases medias. Su exhibición, de tanto en tanto, de la bandera tricolor de la segunda república bolchevique no supera los tonos de la mascarada.


 Lo que se conoce por derecha se ha vendido por mucho menos. A pesar de ser el juancarlismo una monarquía instaurada que propende a cortejar a la izquierda, la derecha, si por tal entendemos al PP, que en muchos aspectos es básicamente un partido socialista que no se reconoce, ha hecho del monarquismo una de sus señas de identidad. Los congresos del Partido Popular se inician con una proclamación de adhesión y fe monárquica que recuerda, en su sumisión, a las épocas de las pelucas empolvadas.


Este consenso no es otra cosa que la defensa a ultranza del esquema depredador y prebendario en que se basa un sistema sistemáticamente expansivo que ha superado ampliamente los límites de sus últimas contradicciones. Las gentes, llevadas a la ruina, han caído en la trampa mediática. Conozco a no pocas que, ante las incertidumbres, han mirado hacia la familia real y han percibido en su aparente plácida tranquilidad un facto de estabilidad. Puesto en el timón del mando, en la Jefatura del Estado, no se han detectado signos de inquietud en su dolce far niente, han considerado que nada pasaba, que no se justificaba la alarma o la rebeldía.


Mientras el barco de la Patria iba a la deriva, mientras se abrían de continuo vías de agua en su casco, el ‘Bribón’ surcaba los mares de la molicie. Y el ‘CAM’, pues para satisfacer las ansias marineras de Felipe de Borbón, los impositores de la Caja de Ahorros del Mediterráneo fueron expoliados.

Que una institución nacida para democratizar el crédito haya terminado de mamporrera del Borbón es tanto una metáfora como un paradigma, porque el ‘CAM’ es también el simbolismo de una casta que ha hundido las cajas. Obligada por la acumulación de nefastas gestiones, de rapiña político-económica, la institución financiera a fusionarse con CajaAstur o de ser intervenida, aún en el verano de 2010, el denominado príncipe regateaba a costa del empobrecido impositor alicantino.


La República presidencialista no surgirá de la casta parasitaria, pues es la gravosa corte del presente, la legión plebeya que nos asfixia, sino de una sociedad civil rearmada intelectualmente y regenerada moralmente, que salga airosa y decidida de la trampa monárquica.

Ser hoy y aquí republicano es, más allá de la convicción racional, puro instinto de supervivencia. La República es un ideal, también una necesidad. O España será republicana o no será.


Del libro “La monarquía inútil” (editorial Rambla)

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