Si es verdad, como decía Caballero Bonald, que “somos el tiempo que nos queda”, es muy probable que España se esté convirtiendo es un país insostenible.
No es un derrotismo fácil basado en una percepción subjetiva. Ni un
juicio de intenciones. Es la constatación empírica de una realidad
compleja y demoledora que se manifiesta en una comparación
clarificadora. Hacienda ha revelado que en 2011 -últimos datos disponibles- existían en España apenas 12,5 millones de asalariados ‘puros’. Es decir, trabajadores por cuenta ajena que no tienen otra fuente de ingresos más que su empleo.
La
cifra es significativa, pero lo que es realmente impactante es que, a
la luz del IRPF, existen 9,1 millones de españoles que o bien son pensionistas ‘puros’ -sólo perciben rentas de su pensión- o son parados con algún ingreso.
La proporción es aterradora -casi el 73% entre unos y otros- , y muestra las dificultades históricas
de este país para crear puestos de trabajo (más allá de la burbuja
inmobiliaria) para una población que supera ya ampliamente los 46
millones de habitantes. Pero es todavía más llamativo comprobar
que en 1999 -al arrancar la unión monetaria- España contaba con 11,9
millones de asalariados ‘puros’, mientras que había 7,3 millones de
pensionistas y parados con una sola fuente renta.
Eso quiere decir que mientras el número de asalariados ha crecido apenas
un 0,5% en una docena de años, el número de pensionistas y parados ha
aumentado casi un 25%. La relación no sería tan mala si no fuera porque
en ese mismo periodo tanto la prestación de servicios públicos -sanidad,
educación o asistencia social- como las inversiones del sector público
(que conllevan gasto corriente) no hubiera crecido de forma exponencial,
pero sucede justamente lo contrario, y eso explica que este país
comienza a ser insostenible si no cambian las cosas. Y no parece que
vayan por ahí los tiros.
El país sigue viviendo -al menos es lo
que se intenta transmitir- como si se tratara de una crisis económica
más a la que se le puede hacer frente con soluciones pacatas y de subsecretario. La consigna parece ser ganar tiempo como sea a la espera de que escampe en Europa. Y el fichaje de Rodrigo Rato por Telefónica va en esa dirección. Es más de lo mismo. Forma parte de la modorra nacional. De la inercia que conduce al abismo. De la España de la escopeta nacional.
Sólo muestra la pervivencia de algunas élites políticas y empresariales
incapaces de entender el tiempo que les ha tocado vivir. Y que campan a
sus anchas absolutamente desconectadas de una opinión pública (que otra
cosa es la democracia) a la que desprecian, amparadas en esa sensación
de impunidad que da el poder (Alierta está sobrado,
asegura un fino economista). Probablemente, porque esas mismas élites
viven instaladas en un hedor conformista que les impide comprender la
dimensión del problema.
Una larga cambiada
Esta
realidad ‘de toda la vida’ es la que explica que el bueno de Don Rodrigo
se haya pasado por Moncloa en busca de árnica de la fiscalía. Incluso,
en busca de algún consejo de administración como el de Repsol, a lo que Rajoy respondió con una larga cambiada.
Y es que Rato necesita cariño, reconocimiento. Pero como le sucedía al coronel de García Márquez,
no tiene quien le escriba. Él no lo hace por dinero, sino que lo suyo
es enredar (por eso se volvió de Washington), como en los viejos tiempos
de Hernández Mancha. Rato sólo pide ahora favores a los viejos
amigos de esa aristocracia económica que él amamantó en la segunda mitad
de los años 90 tras la retirada del sector público de la actividad
empresarial. Los barandas de los antiguos monopolios que hoy presumen de
estar en medio mundo. Pero que siguen comportándose como en los tiempos
del INI o del Patrimonio del Estado.
Que se sepa, ningún alto ejecutivo del Ibex ha hecho mutis por el foro
desde que estallara la crisis, como si el alto endeudamiento de muchas
empresas cotizadas -léase la propia Telefónica- o algunas inversiones ruinosas
en el exterior fueran culpa del empedrado. Como si la escasa
internacionalización de la empresa española fuera responsabilidad de una
maldición bíblica.
Claro está, siempre hay un Gobierno al
que echarle la culpa. O siempre hay una buena campaña de imagen para
lavar malas conciencias. Los pecados de soberbia, como es el
nombramiento de Rato, se pagan así. Con oraciones pecuniarias.
Detrás
de este comportamiento se encuentra, sin duda, la escasa movilidad
empresarial existente en España, donde hay presidentes de grandes
compañías que llevan años y años al frente de los consejos de
administración de sus empresas sin apenas tener representación
accionarial.
Simplemente por haber sido capaces de tejer a su alrededor
una guardia pretoriana de fieles dispuesta a matar por el jefe y sus honorarios. O un comité de nombramientos,
retribuciones y buen gobierno, que así se llama, que elige a Rato
miembro de un fantasmal consejo asesor porque sabe que en ningún país
civilizado podría ser elegido para formar parte del consejo de
administración. Ningún regulador lo hubiera aceptado en EEUU.
Como dice un avezado empresario: ‘’que mal debe estar Rato para aceptar
un puesto tan inútil’. Y qué poco le interesa la opinión pública a
compañías que viven de millones de clientes.
Estamos ante esa
misma España añeja que sale en los publirreportajes sobre el Rey, donde
sólo se habla de pasado, pero nada de futuro. Y que desconoce aquella
frase célebre de Ortega recogida por Julián Marías en sus
Memorias, dicha en los primeros años de la República, cuando las Cortes
comenzaban su actividad legislativa: “Hay tres cosas”, decía Ortega,
“que no podemos venir a hacer aquí: ni el payaso, ni el tenor, ni el
jabalí”, pero, como decía Marías, hubo bastantes representantes de las
tres categorías.
Y en eso estamos. Una España insostenible en lo
macroeconómico que se empobrece día a día y que convive con la España
adocenada que desprecia cuanto ignora, que decía Machado de los castellanos. La España incapaz de dialogar en manos de un puñado de altos ejecutivos que controlan el Ibex a su antojo.
Mucha
atención se ha prestado en los últimos años a la crisis del sector
público, sin duda por razones obvias y en coherencia con tan irresponsable gestión. Pero poco se ha dicho del buen gobierno en las empresas cotizadas, donde el amiguismo y hasta el fulanismo
forman parte de sus señas de identidad. Ignorando que todas las
economías de mercado que funcionan de manera correcta son una mezcla de
Estado y de mercado, pero sin inconfesables vasos comunicantes.
Fuente: EL CONFIDENCIAL