La parte positiva -si puede decirse así- de todo esto es que por fin parece que se ha acabado la impunidad para esa casta política que lleva viviendo de la sopa boba toda su vida y que se ha creído con derecho de pernada sobre los dineros que obtienen de nuestros impuestos. En el epílogo del libro El negocio del poder que escribimos en su día Daniel Forcada y yo decíamos lo siguiente: “Es verdad que la mayoría de los políticos son honrados, pero existe una casta que se ha instalado en el poder como si fuera algo que les perteneciera y no una delegación de la soberanía popular, y eso es lo que les lleva a manejar la res publica como algo privado. Alrededor de esa ‘casta’ se generaliza una verdadera red clientelar de cargos que dependen del político de turno, y a su vez de estos depende toda una telaraña de personas y entidades que contratan con la administración correspondiente, hasta el punto de que pueden ser cientos, incluso miles, las personas cuyo futuro depende de que en una elecciones gane tal o cual partido, y en definitiva eso puede suponer un cierto peligro para la propia supervivencia de la democracia”.


Eso es, exactamente, lo que ha pasado en Andalucía, donde el poder político ha llegado a consolidarse en manos de un solo partido como si se tratara de un régimen, y eso es lo que, por fin, una juez muy valiente ha puesto contra las cuerdas al querer sentar en el banquillo a los principales responsables de todo lo ocurrido, sea por acción o sea por omisión. Obviamente, no sólo ocurre en Andalucía, pero allí se ha generalizado la corrupción como algo consustancial al ejercicio de la política, hasta el extremo de que sin ella es imposible comprender la extraordinaria red de intereses que ha impedido durante décadas que en esa región se produjera algo tan necesario en democracia como es la alternancia en el poder.

Pero llámese Bárcenas y todo lo que conlleva el caso que ocupa al extesorero del PP preso en Soto del real, o llámese Griñán, Chaves y los ERE en general, el caso es que ese clima de corrupción empieza a ser demasiado asfixiante. El país necesita que todo eso pase a un segundo plano para recuperar la confianza en nosotros mismos, factor esencial para consolidar la incipiente recuperación económica. ¿Cómo se consigue esta? Regeneración, y eso es lo que está en manos de nuestros políticos. El primer paso para su consecución debe darse en el sentido de acabar con la profesionalización de la política, que tiene mucho que ver con que se haya constituido durante años una casta.

El ejemplo de la heredera del hoy en proceso de imputación José Antonio Griñán, Susana Díaz, es demoledor: no ha conocido otra cosa en su vida que la política. Pero no es la única, aunque sí muy destacada; y ahí está Elena Valenciano, que empezó de telefonista en Ferraz… Con eso es con lo que hay que acabar, y en ese sentido son muy oportunas las reflexiones que el pasado fin de semana hicieron los jóvenes de las Nuevas Generaciones del PP sobre la necesidad de democratizar los sistemas de elección internos y externos, así como las que también ha expresado la expresidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, a la que habría que pedir que tuviera el coraje de hacer eso mismo ante los órganos de dirección de su partido y entonar un mea culpa por la de veces que ha sido ella la que ha hecho las listas de su partido generando muchas deudas a su favor.


Pero es cierto que hay que empezar por ahí, y por limitar los mandatos de representación a ocho años, y por imponer la elección directa de alcaldes… Y por endurecer las penas y las sanciones a la corrupción porque, como ya he dicho más de una vez, el problema no está en que haya políticos corruptos, que los habrá siempre, aquí y en Berlín: el problema está en cómo se los castiga. En este país, hasta que algunos jueces han decidido sentar a la casta en el banquillo, esta gozaba de una impunidad sin límites

Fuente:  DEL CONFIDENCIAL.