Se revuelve Josep Antoni Durán Lleida cuando, reprobado por los independentistas e interpelado por los que no lo son, asegura que él no “asesinó a Kennedy” porque en noviembre de 1963, cuando se supone que Lee Harvey Oswald
disparó en Dallas contra el presidente de los Estados Unidos, él tenía
once años.
Viene a decir el socialcristiano y nacionalista catalán que
ni está a favor de la independencia de Cataluña, ni tampoco se alinea
contra los que la impugnan y que, en definitiva, vive un sinvivir desde
que CiU –es decir, CDC y el partido que él preside, Unió Democrática de
Catalunya— se encontró con el desastroso resultado del 25-N y su socio Artur Mas se echó en brazos de ERC,
en las antípodas de lo que nuestro hombre podría desear sucediese. Él,
dice, de nada tiene la culpa mientras unos y otros se las atribuyen
todas y, según su versión, hasta el magnicidio norteamericano.
Sin
embargo, y teniendo en cuenta la brumosa historia del asesinato de
Kennedy, nadie está en condiciones de asegurar terminantemente que
Oswald fuese su asesino, aunque es improbable que pudiera serlo el
entonces infante Duran Lleida. Pero de lo que no cabe la menor duda —ni
la menor— es que el portavoz de la minoría catalana en el Congreso es tan responsable como Mas del pacto bipartito con ERC,
del planteamiento de una consulta secesionista inconstitucional y de un
programa presupuestario que no lo mejoraría cualquier partido radical
de la izquierda en Europa, por ejemplo, la Syriza griega.
En
estos momentos, Duran es solidario con las decisiones de Mas sin que
deje de serlo porque oponga meros reparos verbales, gesticulaciones de
incomodidad o reservas de legalidad (por ejemplo respecto de la consulta
secesionista) a los diecinueve folios del pacto CiU-ERC que, en
términos de lealtad constitucional y de coherencia ideológica, implica un auténtico desafuero de la federación nacionalista.
Duran es ahora un hombre que habla a destiempo y que a nadie convence.
El presidente de UDC debió detener en la medida de sus posibilidades —retirando el apoyo de su partido— a una alternativa
separatista como la que se planteó por CDC (“Un Estado propio en
Europa”) groseramente inconstitucional y, luego, cuando las urnas
ofrecieron su dictamen, le correspondía a Duran tascar el freno a un Mas
que había errado de tal manera que su continuidad sólo podía llevar a
Cataluña a donde la ha conducido: a una enorme ficción que acabará como el rosario de la aurora.
El democristiano catalán ha de ser muy consciente de que su actitud ha
provocado una simétrica decepción —de los independentistas y de los que
no lo son— agudizada con la lectura del pacto CiU-ERC y por los
derroteros por los que el jueves y ayer se desenvolvió la investidura de
Mas en el Parlamento de Cataluña.
Duran Lleida era el político mejor valorado en las encuestas;
el hombre moderado y responsable; la voz parlamentaria de la sensatez;
el líder que equilibraba lo propio con lo general; la gran figura
periférica —¿Cambó?— que antes o después podría ser ministro del
Gobierno de España y encarnar el catalanismo del siglo XXI. Y todo
eso —por el momento— se ha esfumado.
Duran forma parte de la debilidad
de los líderes nacionalistas que antes de reconocer su error y
rectificar con inteligencia han emprendido una huida del brazo de los
republicanos independentistas que además de despreciarles –he ahí la
historia, he ahí los dos tripartitos en la Generalitat— pretenden
sustituirles en el liderazgo del catalanismo político, si bien
radicalizado, independentista y excluyente.
Unió Democrática de
Catalunya no es un partido de antes de ayer. Se fundó en los años
treinta del siglo pasado. Ha sido y es un partido de elites ilustradas,
con líderes que aprecian los valores éticos, nacionalistas pero
pragmáticos, reivindicativos pero realistas, que han venido encarnando el ala moderada de la federación nacionalista catalana.
El
actual era su momento histórico, el de plantarse ante una iniciativa
doblemente incompatible con su programa y con su trayectoria: secesión
sí o sí (es decir, inconstitucional si preciso fuere) y gestión
económico-social propia de un esquema ideológico izquierdista. No puede
quejarse Duran Lleida de que unos y otros le reclamen lo que
comprometió: en Cataluña, al “Estado propio en Europa”, y fuera de Cataluña, a la legalidad constitucional.
Sostener que no está ni con unos ni con otros —“ni blanco, ni negro, ni
independentistas, ni unionistas”, ha dicho— es situarse en el terreno de nadie.
La
práctica coalición de CiU y ERC le ofrecerá en el futuro oportunidad de
redimirse de su error de juicio. Ha jugado con un ventajismo
desasosegante: silencio primero, suponiendo que CiU lograría una
“mayoría excepcional” y remoloneando, después, cuando no sólo no la
obtuvo el 25-N sino que cosechó un excepcional fracaso.
El juego de la ambigüedad es en política el más difícil
porque del tactismo al funambulismo posicional el trecho es muy corto.
Duran lo ha manejado mal. Muy mal. No mató a Kennedy, seguramente, pero
ha pegado una estocada hasta la empuñadura —mortal— a su credibilidad y a la de la histórica UDC que dirige.
Provocando una decepción transversal que solo revertirá si cuando se
plantee formalmente el órdago secesionista, él y su partido regresan al
terreno en el que históricamente han sido reconocibles.
Fuente: José Antonio Zarzalejos en el CONFIDENCIAL