Que tres ministros del Gobierno -el de Economía, el
de Industria y la de Fomento- hayan salido a la palestra para criticar
la suspensión de rutas de Iberia y reivindicar su carácter estratégico
para España, es síntoma, que por inédito, remite no sólo a una crisis empresarial en nuestra compañía aérea de bandera, sino, sobre todo a otra de carácter político.
De forma simultánea a estos pronunciamientos gubernamentales, los
trabajadores de la aerolínea han desconvocado la huelga prevista para
los días previos a las fiestas navideñas y las han pospuesto al mes de
enero. No se trata tanto de una concesión a la ciudadanía -que también-
cuanto de la adveración de que el Ejecutivo ha entendido, como los
propios empleados, que el holding resultante de la fusión entre
Iberia y British Airways (IAG) desarrolla paso a paso una política de
desgaste sobre la primera en beneficio de la segunda.
En otras palabras: los gestores británicos de IAG pretenden reducir Iberia a una marca secundaria -una low cost- en beneficio de BA, que presenta gravísimos problemas de orden financiero. Y el Gobierno, legitimado por el hecho de que el Estado, a través de Bankia y la Sepi, dispone del 15% en el capital social del holding, ha elevado la voz. Y la ha elevado, hay que subrayarlo, muy a tiempo.
La fusión de las dos líneas áreas se consumó en enero de 2011 de la mano de Antonio Vázquez y Rafael Sánchez-Lozano,
presidente y consejero delegado de Iberia, respectivamente, después de
la dimisión -amparada en etéreos “motivos personales”- de Fernando Conte,
que comenzó las conversaciones pero las detuvo en cuanto comprobó que
BA tenía de partida dos problemas: estaba en pérdidas (Iberia en
beneficios con una caja en 2008 de más de 2.000 millones de euros) y
presentaba un déficit en el fondo de pensiones de sus empleados y
“compromisos asociados” de una enorme envergadura, en todo caso por
encima de los 4.000 millones de euros.
Por eso, en la fusión se
establecieron una serie de salvaguardas vigentes hasta 2016 que blindaban a Iberia: su nacionalidad, los mismos derechos políticos para las dos compañías en el holding y la preservación de su dimensión.
Sin embargo, estas salvaguardas -a los hechos hay que remitirse- no se están cumpliendo: se han suprimido rutas de Iberia de gran valor
estratégico y comercial (desde Johannesburgo hasta La Habana, entre
otros), se ha reducido la frecuencia de otras (por ejemplo, a Miami y se
baraja lo mismo para Chicago,
Los Angeles y Nueva York), se ha mermado
la flota de Iberia en tanto se ha incrementado la de BA, ha aumentado la
ocupación de la británica y ha disminuido la de la española, en vuelos
compartidos hay ejemplos inconcusos de que la compra del billete a
través de BA es más barato que a través de IB y, por fin, es palmario
que Iberia Cargo -el transporte de carga es altamente rentable- se ha
ido desplazando de la compañía española a la británica. El planteamiento
de un ERE (y no de un ERTE como sugería el Gobierno) de 4.500 empleados
de Iberia (sobre una plantilla de 20.000), ha sido la gota que ha
colmado el vaso.
Porque BA lejos de reducir personal, lo ha aumentado.
De fondo, la batalla por la conectividad del hub de la T4 de Barajas,
entrada y salida natural de los vuelos hacia Latinoamérica, que, además
de constituir la región del mundo que forma parte de la comunidad
hispana, representa un mercado prometedor y en expansión. Tampoco puede
echarse en saco roto que el turismo depende en buena medida de la
accesibilidad de España por vía aérea. La sospecha de que Londres
quiere sustituir a Madrid, a estos efectos, comienza a enseñorearse de
los despachos competentes de la Administración española.
Por otra parte, alguien de manera convincente tendrá que explicar el porqué de los beneficios de BA y las pérdidas de Iberia,
las razones que justifican los mayores gastos de personal de la
británica respecto de la española y los motivos de la suspensión de
vuelos que pasan a engrosar, bien a BA, bien a compañías privadas y a
engordar los guarismos de las compañías aglutinadas en la alianza
Oneworld.
Easyjet -como titulaba el pasado miércoles un periódico
madrileño- “se abalanza a por el cliente de negocios de Iberia”,
compañía británica ésta, por cierto, con 317 millones de libras de beneficios previstos para este ejercicio
o, como destacaba otro diario, en su edición de la misma fecha, Iberia
era “la decimoctava línea del mundo en 1992 y hoy es la número 30”.
Quizás Willie Walsh, consejero delegado de IAG, y el director comercial, Gavin Halladay,
debieran explicar porque antes de la fusión BA tenía 875 millones en
pérdidas y una deuda de 4.200 y ahora beneficios, mientras Iberia tiene
pérdidas de 300 millones después de acometer la concentración con 880
millones de beneficios, al margen de aclarar otros capítulos
interesantes como el aumento de las retribuciones de los administradores
(para más detalles www.masiberia.com).
Y por supuesto, es ya necesario que el Gobierno se pronuncie de forma clara y no elíptica y que los consejeros españoles de IAG,
así como los responsables de Iberia, expliquen este extraño -o muy
evidente, según se mire- asunto que se perfila como un incumplimiento de
las salvaguardas de Iberia en la fusión con British Airways, vigentes
hasta 2016, y que están siendo conculcadas.
Antonio Vázquez,
presidente de nuestra todavía compañía de bandera -un símbolo de
soberanía para un país que es la plataforma natural de llegada y salida
de y a Latinoamérica y engarce entre Europa y África- tiene la
ocasión de mostrar sus buenas dotes de tenor -que lo es- y se apreste a
cantar la verdiana Traviata de lo que está ocurriendo.
Que bien
pudiera consistir en una especie de secuestrode los británicos de IAG de
la compañía Iberia. Explicaciones necesarias, porque no se invirtió en
una de las mejores terminales del mundo -la T4- para que fuese el hub estratégico al servicio de intereses no coincidentes con los de España y los de sus ciudadanos.