Estuve ayer en Bilbao, en la promo de mi
último libro. Muchas entrevista con profesionales muy buenos, de esos
que previamente se han trabajado la conversación y con los que da gusto
charlar un rato.
Todos, muy preocupados. Lo de la reducción del déficit les atosiga. Lo de que “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”,
también. Porque, unos más y otros menos, piensan que no han vivido por
encima de sus posibilidades. Es verdad que alguno hizo un viaje de
novios que todavía está pagando. Y que otro se compró un piso pensando
honradamente que lo podría pagar y que, cuando bajase el euríbor,
también le bajaría el recibo de la hipoteca. (El pobre no miró lo de la
cláusula suelo, cláusula túnel o como lo queráis llamar, que consiste en
poner topes por arriba -si el euríbor sube por encima de no sé cuánto,
no lo tendré en cuenta-, y por abajo -si llega a menos de no sé cuánto,
miraré para otro lado-.)
Pero eso no es vivir por encima de las posibilidades. Es intentar vivir, simplemente, y cuando uno intenta vivir, se va de viaje de novios y se compra un piso.
Lo de que “esos”
tienen la culpa, también se oye mucho. Lo de que nadie devuelve lo que
robó, también. Lo de las pensiones. Lo del apretón que nos pega la
señora Merkel en cuanto puede, también. Lo de los desahucios y los suicidios, más, mucho más, como es natural.
Una periodista me habla de la reforma de Wert.
Me da la impresión de que, en cuanto a alguien le hacen ministro de
Educación, su principal obsesión es hacer una ley porque, si no, no pasa
a la posterioridad. La periodista, una chica joven, muy maja, que
coincidió con un hijo mío en alguno de los cursos que mi hijo repitió en
la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra, me habla de
la importancia de que los chavales sepan euskera. (Mi madre era de Irún.
Ni ella ni su hermano hablaban euskera -“vascuence”, le llamaban entonces-. Mis abuelos maternos, sí.)
Le
digo que me parece fenomenal que la gente hable el idioma de su tierra,
que lo estudie, que lo escriba, porque eso enriquece el amor a lo tuyo
y, entre otras muchas cosas, es una forma de evitar que se pierda algo
muy valioso. Pero le digo que no se me distraigan: que todos los
chavales tienen que aprender inglés y hablarlo de corrido y pensar en
inglés y coger un acento, el de Massachusetts o el de los cockneys de Londres, el que quieran.
Cuando
yo estuve en Harvard, solía ir a desayunar todos los sábados a un bar
que había en Harvard Square. El camarero, un negrote grande, puso cara
de no entenderme cuando le pedí por primera vez un “ham and egg special”, pronunciado palabra por palabra, correctamente, según pensaba yo. Al tercer intento, el camarero sonrió y dijo “Ah, ¿jamenecspechial?”.
Así aprendí. Pero para eso, hay que estar en Harvard Square. O en
Kentucky, donde seguro que lo pronuncian de otra manera. O en cualquier
sitio en el que no haya un castellanoparlante o un euskeraparlante o un
catalanoparlante o fablaaragonesaparlante con el que nos podamos
desahogar en nuestro idioma cuando nos entre la llorera. En ese caso, a
llorar en inglés. Porque el euskera, el catalán, y la fabla aragonesa, o
el bable o el silbo gomero, son muy patrióticos, pero no sirven para comer.
Mejor dicho, sirven para comer en esos sitios, pero como resulta que en
esos sitios hay menos oportunidades de encontrar trabajo que en todo el
resto del mundo y en todo el resto del mundo se entienden en inglés
excepto en Latinoamérica, que se entienden en castellano, pues o
aprendemos los idiomas que se necesitan para comer o pasaremos mucha
hambre.
Tengo una ilusión: que en las escuelas de Cataluña el idioma vehicular sea el catalanocastellanoinglés y en las de Euskadi el euskeracastellanoinglés
y así sucesivamente, incluyendo el silbo, si se considera necesario. Me
encantaría que los profesores llegaran a clase y, sin avisar, la dieran
en inglés, pasando al castellano en la clase siguiente y al catalán en
la otra. O mezclando idiomas, que sería más divertido.
Quiero que todos los chavales de España sean chavales globalizados.
Que no sean solo de San Quirico, porque en San Quirico te entiendes con
todos, hables lo que hables. Pero cuando alguno de San Quirico se mueve
por el mundo -y hay algunos que se mueven excepcionalmente bien, y, si
no, que se lo pregunten a mi vecina Eva, que vende cuadros en Los
Ángeles y en Seúl como los podía vender en Nueno, provincia de Huesca-,
resulta que ese -esa en el caso de Eva- sabe inglés.
De paso, me gustaría mucho que esos chavales trilingües tuvieran una ortografía perfecta en los tres idiomas.
Y digo esto porque recibo bastantes mensajes de chicos que me piden
opinión para algún trabajo que les han encargado en el colegio o en la
universidad y de algunos se puede decir que no dan ni una. Cuando hay
que poner b ponen v, y viceversa. Y pasa lo mismo con la h y sin la h, y con la g y con la j, olvidándose de que Juan Ramón Jiménez, que decidió olvidarse de la g y poner todo con j, era Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel de Literatura, entre otras cosas.
Por eso, no quiero más reformas educativas. Quiero una revolución educativa,
que me forme chicos para trabajar en este mundo que, gracias a Dios, se
nos ha hecho pequeño. Y o nos hacemos grandes para dominar el mundo
pequeño, o nos hacemos pequeños para fracasar rotundamente y podernos
ganar la vida en la acera de nuestra calle, vendiendo pipas.
Aprovechando la revolución, hemos de sacar gente bien educada. Y eso es responsabilidad de la familia. El colegio ayuda. Pero, copiando una frase mía, que, como me salió muy bien, la repito a todas horas, “si
a mis hijos no les enseño que escupir al prójimo está mal, ya puedo
mandar al niño a Harvard, que volverá escupiendo en inglés -lo del
inglés, en sí, sería una ventaja”.
Por eso, la revolución educativa exige unos profesores trilingües, bien educados,
que sepan que ellos no educan, sino que ayudan a los padres a educar, y
que, o les gusta su profesión, que es muy dura, porque aguantar a unos
cuantos mozalbetes es muy pesado, o que se dediquen a otra cosa, que,
como sabrán inglés, podrán encontrar empleo por el mundo.
O sea
que, José Ignacio: olvídate de esta reforma y haz una revolución. Y
seguro que Irene, la Consellera d'Ensenyament en funciones de la
Generalitat catalana, no se irá de la reunión y hasta se interesará por
lo que digas. (Por cierto: José Ignacio, tú eres uno de los ministros
bocazas, lo cual no es pecado, pero puede molestar tontamente y las
cosas no están para molestar, ni tontamente ni con inteligencia.)
Profesores:
si yo fuera ministro de Educación, que nunca lo seré, lo ibais a tener
crudo, porque os pondría un listón tan alto que tendríais que sudar.
(Manolo, un profesor al que conozco desde hace años, se saltaría el
listón a la primera, y le sobrarían dos palmos. Y, gracias a Dios, no es
el único.)
Chicos de todas las edades: si no pensáis que hay que ir a por la excelencia,
no a pasar como se pueda, o sea, a sacar un 6,5 sobre 10 porque sois la
mejor nota de la clase (o sea, sois el mediocrito rey en una clase de
mediocres), si no pensáis que hay que tener eso que ahora se llaman
valores, que vuestras abuelas los llamaban de otra manera (buena
educación, honradez, lealtad, sinceridad, ayuda a los demás, y así),
mejor que os quedéis en casa y que atribuyáis todo lo malo que os
sucederá en la vida (que será mucho) al alcalde de vuestro pueblo o, si
pensáis en grande, al presidente de vuestra comunidad autónoma o, si
pensáis en más grande (cosa que dudo) al presidente de la nación. Y ahí
os pararéis, porque ni sabréis que existe la Unión Europea.
P.S.,
He
dicho que el camarero de Harvard Square era un negrote y lo repito con
todo cariño y todo respeto. Ya sé que ahora hay que decir que era de
color, pero aquel era negro. Como el betún. Lo mismo que yo soy blanco.
Como la leche.
Las cosas son como son.
Fuente: Leopoldo Abadía.
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