Como en un interminable deja vu o una reedición a la española de El día de la marmota,
este viernes nos volvimos a encontrar políticos y periodistas -y unos
cuantos invitados a modo de figurantes- en la celebración del XXXV
Aniversario de la Constitución Española.
Los mismos pasillos, las mismas caras
con algunas variaciones, las mismas palabras de consabida felicitación
por estos treinta y cinco años de convivencia y tal y tal, las mismas chicas monas que se quieren hacer la foto con el presidente del Gobierno, los mismos corrillos
de periodistas que vamos saltando de uno a otro como si se tratara del
juego de la oca a ver en cual de todos conseguimos el titular que nos de
la exclusiva del día –cosa que ya nunca ocurre, claro-, los mismos canapés de sabor indeterminado regados con refrescos que han perdido sus burbujas y copas de cava calentorro…
Alguien
debería pensar en darle una vuelta a la celebración de este aniversario
al que ya ni siquiera acude un miembro de la Casa Real, y eso que están
ahí gracias a una Constitución que consolida su permanencia por los
siglos de los siglos. O no, vaya usted a saber, pero eso ya es harina de
otro costal.
Como todos los años, los nacionalistas y los comunistas le dieron un corte de mangas a la Carta Magna
que les da cobijo, por lo que allí se juntaron los de siempre, es
decir, el Gobierno –y no todo-, el PP –tampoco todo-, el PSOE –muchos
menos- y algunos minoritarios como UPyD representado por la compañera Irene Lozano y Rosa Díez.
De los presidentes autonómicos solo vi a Alberto Fabra, y también estaba la alcaldesa de Madrid, Ana Botella,
a la que se le puso un rostro muy áspero cuando me acerqué a menos de
un metro. (Ahora sé por qué me pitan los oídos por las noches).
Obviamente
el tema estrella, el asunto que acaparaba casi todas las preguntas al
jefe de Gobierno y al líder de la oposición, era la reforma
constitucional. Rubalcaba se mostró entusiasmado con abrir ese melón y
Rajoy, nada.
Quizá lo más novedoso de este año haya sido ver muy recuperada y casi en plena forma a la delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes
-¡ella sí que sería una alcaldesa como Dios manda!-, y a un teniente
coronel de la Guardia Civil acompañando al ministro del Interior que se
desgañitó –el ministro, no el teniente coronel- explicando a todo el que
quisiera escucharle –un servidor incluido- lo difícil que tiene el
Gobierno resolver el asunto de las concertinas de Melilla.
Lo dicho, que alguien debería darle un repaso a este acto de homenaje a
la Constitución porque de tan rancio y de tan poco éxito acabará dando
la razón a quienes afirman que la Carta Magna está para que la ingresen en un geriátrico.
Y no es así. Está obsoleta en algunas cosas, cierto, pero lo retro y lo vintage
tiene su encanto si se sabe combinar adecuadamente. Obviamente el tema
estrella, el asunto que acaparaba casi todas las preguntas al jefe de
Gobierno y al líder de la oposición, era la reforma constitucional.
Rubalcaba
se mostró entusiasmado con abrir ese melón y Rajoy, nada, aunque
también dijo que no se iba a cerrar en banda pero “habrá que saber para
qué y con quien contamos”. Se lo dije a Rubalcaba… “Cuenta conmigo”,
me contestó, pero me temo que para el Gobierno no es suficiente, no sé
si porque le parece poco el PSOE o le parece poco Rubalcaba y no las
tiene todas consigo respecto del respaldo que tenga el secretario
general del PSOE.
La
clave está en esa Constitución a la que habrá que darle un repaso para
ver, quizás, no tanto qué hay que cambiar como en qué no la estamos
cumpliendo.
No se trata, por tanto, de Cataluña, sino de la propia
supervivencia del sistema lo que hace necesario volver a los orígenes.
El
caso es que año tras año hablamos de lo mismo y ahí se queda cualquier
intento serio o no serio de darle una mano de pintura a una Constitución
que la necesita como el comer.
Y no es por Cataluña,
no nos equivoquemos.
Cometeríamos un error si planteamos la respuesta al
desafío soberanista catalán en forma de modificación constitucional,
pero también lo cometeremos si dejamos las cosas como están y no
afrontamos la necesidad de dar cabida en la Carta Magna a las
aspiraciones de una sociedad que pide a gritos que se tenga en cuenta su singularidad.
Es evidente, treinta y cinco años después, que el modo en el que se
cerró la puerta del modelo autonómico dejó abiertas muchas ventanas y las corrientes de aire han vuelto a abrir la entrada principal.
El
problema es que las circunstancias no son las mismas que en 1978, y no
creo que nuestra clase política tenga la madurez y la generosidad que
tuvo aquella para dejar a un lado las discrepancias partidarias y pensar
en el bien común y en el futuro de todos los españoles por igual.
Mi
compañero Carlos Sánchez se pregunta a menudo por qué
es tan difícil trasladar a la clase política española eso que es tan
normal en el seno de la sociedad, es decir, llegar a acuerdos, pactar,
consensuar…
No lo se, quizá el problema esté en el propio sistema, que ha convertido a los partidos en maquinarias electorales sin alma ni pasión por la política más allá de la obtención de poder para repartirse cargos.
Sea
lo que sea, la clave está en esa Constitución a la que habrá que darle
un repaso para ver, quizás, no tanto qué hay que cambiar como en qué no la estamos cumpliendo.
No se trata, por tanto, de Cataluña, sino de la propia supervivencia
del sistema lo que hace necesario volver a los orígenes.
Debemos
recuperar ese espíritu innovador y generoso que hizo posible el consenso
de la Transición, para llenar de sentido cualquier proyecto de reforma
constitucional que quiera afrontarse; el único sentido que puede tener
es el de garantizarnos otros treinta y cinco años más de convivencia en paz y libertad.
Fuente:
Federico Quevedo en EL CONFIDENCIAL
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